Hay un tono curiosamente documental, a pesar de lo artificioso de la puesta en escena. El modo en que ocurren las elipsis y cómo los personajes dan su testimonio frente a cámara, resulta ser una manera de romper lo cristalino de la ficción. Por un lado, las elipsis dan la impresión que se está capturando un fragmento de un torrente de realidad más amplio y denso del que podemos observar (algo que se repite en “Tres tristes tigres” de Raúl Ruiz), y la mirada a cámara de los personajes (en la escena de la cena) ofrece un tono documental, pero que a su vez es desacreditado por la historia y la puesta en escena durante todo el cortometraje.

En términos políticos, hay una narración irónica que se desmarca drásticamente del arte militante, pero sin estar inscrito en el canon comercial. En un comienzo el film es una comedia que ridiculiza a la clase patronal dominante; la clase alta está tematizada, se sondean sus tradiciones, sus modos de habla, las diferencias entre la clase alta de ciudad y la del interior, actuada con una solemnidad absurda, cómica, pero curiosamente cercana a su referente.

El dueño del fundo, ante todo pronóstico, decide entregar su tierra a los trabajadores antes de que la reforma agraria se haga efectiva. En aras de una revolución sin costos humanos, y de un espíritu pacifista, se hace el traspaso del fundo a la cooperativa de los campesinos y allí comienza el plot de una comedia política, mirada desde una distancia que permite ridiculizar tanto a la izquierda como a la derecha. Esa ambigüedad es precisamente lo que hace de “La Expropiación” una tesis excepcional en un contexto histórico como lo fue la reforma agraria en la UP. El humor se transfiere, de ese modo, desde la ridícula siutiquería de los dueños patronales hacia los campesinos inexpertos y excesivos, armando una comedia de equivocaciones que, además, se permite realizar una serie de gags visuales como cuando los tres personajes discuten en un sillón y atraviesa por el plano un hombre armado por delante de ellos, como si estuviera flotando. Los diálogos de la película, así como en toda la filmografía de Ruiz, rompen la diégesis y difuminan la narración. Sondea el film de ensayo, cargado con intelectualismo y reflexión conceptual verbal, traspasando a la visualidad esa reflexión y siempre descansando sobre el gag, el humor, índices que permiten no tomarse en serio el discurso, ni la historia, dado que en la misma imagen conviven distintos niveles del relato (como el presente y el pasado, separados por una ventana).

El tiempo lineal poco a poco desaparece y el espacio se fragmenta. Vemos distintas capas narrativas en el mismo espacio, en juegos de encuadre y movimientos de cámara que unen espacios imposibles. Y estas imágenes fantasmagóricas no son sólo imaginación ya que las podemos oír, e incluso podemos verlas interactuar con las otras capas: aparecen personajes vestidos del pasado que no pertenecen a la diégesis, y otras secuencias de bailes y teatro de sombras que se incluyen en la puesta e escena, sin cortes de montaje ni trucos de sobreimpresión. Esto lo asemeja a la puesta en escena teatral, que está obligada a hacer convivir en un mismo espacio y tiempo todos los niveles del relato. Así Ruiz pone en una misma procesión a un Papa, a un Libertador de la Patria y a un huaso.