No, el cuarto largometraje de Pablo Larraín, podría ser la culminación de una trilogía cinematográfica dedicada a la dictadura militar. En el 2008, Tony Manero se instalaba en algún momento indefinido entre el fin de la década de los setenta y principio de la de los ochenta, el protagonista era Raúl Peralta (Alfredo Castro), un bailarín excesivamente psicópata completamente obsesionado con el personaje de Tony Manero (John Travolta en Fiebre del sábado por la noche).

Posteriormente, en 2010 en Post Mortem, el mismo Castro interpreta a un funcionario público del Instituto Médico Legal en la época del Golpe Militar, una suerte de continuación (anacrónica) de un mismo personaje. En ambas películas, el cuerpo de Castro era protagónico, la dictadura se inscribía en ese cuerpo, en esa superficie orgánica de significaciones múltiples y atmósferas clausuradas.

No (2012) se centra en la campaña del No, que antecede el plebiscito del año ’88, instancia en que democráticamente se derroca al general Augusto Pinochet. A diferencia de los filmes anteriores, acá el relato parece abrirse: hay múltiples personajes, hay una interpelación más directa a la Historia –a partir, por ejemplo, del material de archivo, que hace ininteligible los fragmentos reales (de archivo) con los rodados especialmente para el filme-. El rol del filme es traer la memoria de una época a la pantalla, el desenlace (el triunfo) que todos conocemos-, elementos que permiten que el espectador al fin pueda respirar.

“Lo que van a ver a continuación –dice René Saavedra (Gael García)- está enmarcado en el contexto social del Chile actual”. Lo dice y repite tres veces durante el filme. Primero para presentar al cliente el spot publicitario de la desaparecida bebida Free, luego para mostrar (a los miembros de los partidos concertacionistas) la campaña del NO, finalmente, para exponer un nuevo comercial publicitario a los ejecutivos de una empresa. El discurso, en los tres momentos del filme, es el mismo; hacia el final, el No ya ganó el plebiscito y, al parecer, nada ha cambiado.

No, apela a la nostalgia, a una estética vintage, a la circulación de las viejas nuevas tecnologías y de los juguetes de plástico, muy escasos en el Chile de los ochenta. La campaña del No se gesta en la mente de Saavedra, recostado en el piso de su living, en medio de la pista de un tren que gira intermitente y repetitivamente a su alrededor.

Lo vintage inunda la imagen, o más bien, la imagen es una imagen vintage. Filmada en Umatic (la proyección en ¾) con una imagen sucia y deslavada, que se quema y se va a blanco en los exteriores soleados, que corta las cabezas de los actores por la mitad en el extremo superior, que se percibe muy mal iluminada, como las teleseries de la época. La historia se va completando a través del montaje: pasa el tiempo / no pasa el tiempo. Larraín –en su trilogía-, juega constantemente con esa idea. En NO, los diálogos comienzan en un lugar y terminan en otro: las frases se inician en la oficina, siguen en la calle, se cierran en un bar. La playa, el roquerío, el asado, el pisco sour: la lluvia de ideas, las conversaciones eternas. “¿Cuál es el concepto de la dictadura? Dolor, miedo censura. ¿Cuál es el concepto de la campaña del NO? Alegría, fiesta. ¿Qué es más alegre que la alegría? Nada, la alegría es lo más alegre que hay”.

Larraín se alimenta del tiempo y de la historia. Cuando se expone la primera propuesta de la campaña a los miembros de los partidos políticos opositores, uno de ellos se enoja. Para él, el concepto de la ‘alegría’ es un chiste en ese contexto. Se para y se retira, alegando que no quiere ser “cómplice de algo de lo que la historia le va a pasar la cuenta”.

Larraín interviene la superficie de la historia, por eso el formato Umatic que permite igualar la piel de una historia que aún se está contando, un relato de ficción que se reúne con el material de archivo y va barnizando –banalizando- las memorias colectivas que se confunden con la historia o que conforman la historia. Por lo mismo, es interesante que las campañas del SI y del NO sean las que construyen la tensión del filme, imágenes –ya vistas, ya olvidadas-, las que llegan para proponer un discurso –otrora- impresentable. Que la actual democracia es producto de una estrategia de marketing. Como en los dos anteriores filmes de Larraín, el tiempo es una trampa, Larraín juega con una extemporánea visualidad. Patricio Bañados entra envejecido al set del rodaje, Saavedra lo dirige, pautea su discurso: Bañados (con el arcoíris de fondo) presenta: “Chile, la alegría ya viene. Buenas noches”. La imagen hace un zoom out y llega a la pantalla del televisor ochentero con el Bañados de los ochenta. Son 23 años que pasaron para Patricio Bañados, para los espectadores, para la historia.

El triunfo del No, en el filme, no es el triunfo de un pueblo, es el del protagonista que, 1. Sólo quiere vivir tranquilo (su lucha no es épica, es más bien anecdótica, curricular, incluso), y 2. Saavedra en ningún momento cree que va a llegar la alegría que reza su slogan, aunque sí intuya que el No va a ganar el plebiscito. Tal como René Saavedra, NO es una película cínica, una película que no cree en un cambio posible o en futuro colorido; y ahí, probablemente, está su principal lucidez.