La primera película de ficción de Fernando Guzzoni es violenta. Una revisión a la violencia como tema esencial en la vida de la sociedad chilena. El protagonista es Alejandro (interpretado por Alejandro Goic), un ex torturador que sufre de traumas y busca afecto de forma urgente, a medida que inevitablemente se aleja de su entorno.

La cinta comienza con una imagen en negro que es interrumpida por el sonido de una respiración ahogada, se escucha cómo se abre una llave de agua y la respiración se calma. Aparece Alejandro en imagen, hablando por teléfono, lo corta y golpea las murallas hasta romper una puerta. Dicha acción es una muestra de lo que Guzzoni plantea a partir de la violencia: en una entrevista con cinechile.com (entrevista 126), el director explica que “el personaje que interpreta Alejandro Goic es el taxista que te puede llevar a tu casa, el conserje de tu edificio, un guardia de seguridad, tu suegro, el papá de un amigo (...) se trata de la inmensa mayoría de los chilenos que están enmarcados en el neoliberalismo y que viven como unos esclavos. Y que creyeron en algo a lo que consagraron su vida para después darse cuenta que fue un gran fraude (estaría hablando de las promesas de la dictadura)”. Ese fraude con el que se encuentran los personajes produce una rabia e impotencia que se transmite en su actuar: el personaje golpea su casa y rompe su puerta demostrando la violencia que contiene. La violencia tiene la característica auténtica de ser un acto natural, viene desde la misma persona que interpreta al personaje. Consideremos que Goic fue víctima de la dictadura y en este personaje encarna a quien lo torturó, otro punto que comenta Guzzoni en su entrevista. A través de ello se asume que el actor trae su propia impotencia y la une con la desdicha de la consciencia de un torturador. Dicha autenticidad tiene como resultado la escena siguiente donde el personaje se lava las manos inflamadas por los golpes.

Alejandro es perseguido por la cámara, dejando borroso todo lo que lo rodea. Está al centro de la imagen y se nota angustiado, cada vez que se da vuelta y muestra su rostro a la cámara. Cuando se altera, recurre a lavarse las manos, la cara; cuando se baña deja que el agua escurra por su rostro y cuerpo, permaneciendo un rato sin moverse bajo el agua. Pareciera que es una manera de limpiarse de alguna culpa, una imitación a Pilatos cuando se lava las manos ante la culpa presente en su consciencia de torturador. En eso, el director busca narrativamente cómo despojarse de la violencia estando ahogado en ésta por haber elegido un camino donde las víctimas siempre estarán presentes.

La apuesta en cámara de Guzzoni es interesante: el personaje va abriendo los espacios y estos se despliegan como si fuera una extensión de su mirada. De ese modo, el personaje se aísla, a partir de una apuesta por la claustrofobia, donde la mirada del espectador coincide con la del personaje. Todo el resto se mantiene borroso.

No hay necesidad de tener planos y contraplanos, pues los personajes -al conversar- se posicionan frente a la cámara y ésta pasa con libertad de uno a otro, como si fuese un dispositivo documental, siguiendo la espontaneidad y paneando la cámara de acuerdo a quién lidera la conversación.

Hacia el final, Alejandro escapa de la ciudad hasta llegar a una playa. Se sumerge en el agua, ahí se calma y se libera de sus culpas. Por primera vez vemos al personaje aceptando su entorno: se abre el plano y se ve el espacio de forma nítida.

Finalmente, en una predica dicha por un reverendo (interpretado por Alfredo Castro), vemos que Alejandro se ha vuelto evangélico, incluso cambió su aspecto al raparse. Se hace cargo del orden del lugar y el reverendo le encarga hacer guardia y ocuparse del recinto. Encuentra un tipo de paz, donde la adoración a Dios es por medio de saltos, aplausos, movimientos bruscos e instrucciones de cómo amar a Dios, gritándole al cielo. Seguramente, otra forma violenta de liberar tensiones.