Un visionado convencional de Valparaíso, mi amor (Francia, 1969) implicaría, para cualquier espectador, ser testigo de una narración que documenta las vicisitudes de la itinerancia de tres hermanos por las calles del puerto principal en el Chile de finales de la década del ‘60. Ahora bien, lo relevante en el seguimiento de dicho periplo se devela en aquello que sucede alrededor de esta circunstancia. Es el caso, por ejemplo, del episodio que cubre el primer tramo del metraje. Luego de los acontecimientos cruciales que toman lugar en su introducción –todo eso que se desencadena a propósito del encarcelamiento del padre protagonista–, vemos a un grupo de periodistas dirigirse hacia la casa donde habitan los hijos del ahora convicto. Allí también habita la mujer quien, desde ese momento, se encargará de su cuidado. En ese contexto de visita los residentes, mujer y niños/as, son cordialmente invitados a fotografiarse para así figurar como acompañamiento ilustrativo a la crónica que, del caso, llevará el matutino de la ciudad. De todas maneras, cabe señalar ahí, en esa puesta en escena, un elemento crucial: para la cuidadora no es posible acceder a esta solicitud sin primero proceder a hermosear a los niños y niñas para poder ser exhibidos al lente de la cámara –y a los lectores del semanario– como se debe.

Para desgracia del imaginario que los fotografiados aspiran a representar, la imagen tomada, en el siguiente plano, es desdeñada por quien edita el suplemento: intuimos básicamente que por remitir a un imaginario familiar deslavado, accesorio, manoseado y poco sugerente. En palabras del crítico Héctor Soto (2006) –que oficia de extra en esa escena–, por ser “la misma lesera de siempre” (p.24). De todas maneras, claro está, la circunstancia siempre puede ser el motor y excusa perfecta para alimentar la retórica periodística que nutrirá la crónica roja del día. Porque en efecto, –sugiere el editor con cierta audacia oportunista–, la fotografía podrá no servirle pero sí le inspirará la coordenada perfecta para dar con el tenor de la noticia: el llamado desesperado e insoslayable de unos pobres hijos/as errantes, abandonados/as a su merced por un padre condenado por la justicia, la cual, dicho sea de paso, nunca escatimará en sanciones para quienes se atrevan a desestabilizar la sana relación republicana entre convivencia armónica, buena conducta y propiedad privada.

Cuarenta y cinco años más tarde, se filma Rara (San Martín, 2016), película que interpreta libremente un acontecimiento mediático controvertido, reciente y real: el fallo que en 2004 deniega la tuición de sus hijas, a la jueza Karen Atala, en razón de su orientación sexual. No obstante, en la ficción el foco de la realizadora se sitúa en la hija, Sara: niña, preadolescente y protagonista. Un plano la presenta sentada en una butaca, dialogando con quien aparenta ser el profesor-orientador del colegio al cual asiste. Producto del litigio judicial-matrimonial que la estudiante supone haber provocado de manera involuntaria, el hombre intuye, desde una conversación que se lee sospechosamente confiable, que la niña podría no estar ni sentirse tan cómoda como se esmera en insistir. Más bien todo lo contrario: no es muy descabellado pensarlo, estando Sara como está: al cuidado de una pareja, muy para su desgracia, homoparental.

Es posible corroborar en estos dos ejemplos, mutatis mutandis, que la presencia diegética de la infancia tiende siempre a aparecer mediatizada por el discurso adulto, vale decir, siendo entendida en virtud de lo que los sujetos estiman, para ellos y ellas, como conveniente: los y las niños y niñas operando como inspiración testimonial periodística o como relato codificado por escudriñar. Es más, en estos casos evidentemente es un adulto quien se vale del discurso de la infancia para, al fin y al cabo, extender sus propias posibilidades retóricas o reinterpretar él mismo un sentido que se le va. Aparece una determinada manera de comprender e interpretar la categoría social niño/niña, con sus intersticios e imaginarios, como meros significantes discursivos; nociones siempre imprecisas cuya opacidad debe hacerse necesariamente inteligible.

Otra cosa interesante en ambos filmes es que ambos realizadores optan por partir de una premisa básica y central en términos narrativos: cuáles y cómo son (o van siendo) las trayectorias de la infancia y, fundamentalmente, por qué vicisitudes biográficas éstas se encuentran indefectiblemente cruzadas. En este sentido, ¿Por qué la propuesta por recoger el caso de Aldo Francia debería adquirir una relevancia casi fundacional? Y ¿En qué medida Rara podría ser tributaria de esta primera propuesta? Un posible intento de respuesta se encuentra en que Valparaíso, mi amor (1969) continúa leyéndose con urgencia cuando, por ejemplo, se atiende a las condicionantes institucionales y psicosociales implicadas precisamente en la representación de infancia que la película, y que otras películas de ahí en adelante, también profesan y hacen perdurar.

Dicho ejercicio de revisión se torna necesario al situar en la película una posición estilística que, partiendo desde la representación de un momento (pasado) ficcional en modalidad semi-documental, también es capaz de interpelar un presente sobre el problema de la infancia absolutamente coyuntural: vigente y persistente. Los niños y las niñas de ambas películas no son ni del todo similares ni del todo contrapuestos/as, aunque se asocien en la forma como Valparaíso… testimonia y pormenoriza restricciones de todo orden a sus horizontes de posibilidad.

Por otro lado, el film de Francia también sugiere un tipo de abordaje sobre el problema de la infancia que remite a una suerte de eterno retorno temático, quizá recurrente en cierto tipo de ficción chilena, en donde las posibilidades interpretativas del filme hablan de cómo es posible, desde el presente, interpretar un pasado que se nos presenta, necesariamente, actual. Porque el presente de la infancia en la ficción chilena pareciera esmerarse en diagnosticar, independiente de las propuestas narrativas y su andamiaje estético, político o semiótico, un imaginario infantil en falta: simbólica, material o filial. Como si la noción de infancia siempre estuviera dialogando con Francia en tópicos como la destitución parental, el imperativo adultizante en las trayectorias biográficas y los efectos que, al fin y al cabo, estas dos coyunturas inscriben en los sujetos. Tal vez, existiría una forma cristalizada acerca de la memoria fílmica de la infancia. Una especie de sentido que parece ser inmanente y que escapa a los constreñimientos temporales, perseverando en interpelar con lo ya representado. Un modo de hacer presente el pasado.

La siguiente propuesta busca indagar en algunas matrices discursivas sobre infancia que aglutina Valparaíso, mi amor con el fin de ir identificando las distintas representaciones –manifiestas y quizá latentes– desde las cuales podría estar construyendo Aldo Francia su propuesta narrativa y, en este caso, también sociodemográfica. Y a partir de ahí, proponer una relectura que logre situar al filme y su estatus para la ficción chilena desde esta perspectiva analítica. De manera secundaria, también se busca poder rastrear ciertos diálogos en torno a las condicionantes que esta primera película sugiere con algunos otros casos que también se valen temáticamente del problema y las coyunturas de la infancia, siendo este el caso de Rara (2016).

En primer lugar, en Valparaíso… tenemos una narración coral que juega con los códigos de la ficción en tanto promueve una diégesis narrativa con un arco dramático más o menos diferenciado para cada caso; todos los niños y niñas protagonistas tienen una progresión biográfica que los lleva a un lugar cualitativamente distinto del cual parten. Producto de un padre encarcelado, y en ausencia de lo que podríamos llamar ley paterna, toda la descendencia es obligada a circular y moverse por los intersticios de una ciudad que es menos sórdida o pestilente que fragmentaria y estratificada. Valparaíso deviene enclave estratégico, funcional con el relato en tanto se convierte en un territorio con un cierto carácter entrópico –a la vez que estructurado laberínticamente–, el cual deposita en los niños, niñas y adolescentes abandonados una expectativa de audacia y autosuficiencia que resulta tan perentoria como permanente.

Porque la fábula del filme nos entrega luces sobre “cómo el entorno se tragó literalmente a esa familia” (Soto, 2006, p.24). Francia coloca y reitera el foco en las vicisitudes del grupo de niños y niñas. Por lo tanto, por la exclusión narrativa de la cuidadora y por la ausencia física del padre, estos últimos constituyen meros testigos indirectos y circunstanciales de los modos en los cuales cada uno de los hijos e hijas se las arregla con la supervivencia y los efectos de su socialización.

Es evidente –y hasta cierto punto refrendado por la crítica de la época– que veamos en esta dinámica una reminiscencia temática amparada en las claves provistas por la tradición y admiración de Francia por el neorrealismo italiano, junto con sus preocupaciones estéticas y narrativas. Desde una puesta en escena que podría recoger al pie de la letra, en palabras de Konigsberg (1997), los elementos más relevantes del señalado movimiento fílmico: agregado de actores profesionales y no profesionales, escenario realista, trama episódica y, fundamentalmente, el uso del dispositivo cinematográfico para problematizar lo social. Ilustrativa de este último punto es la controversia que genera en su estreno la exhibición y el énfasis en la precariedad de Francia como propuesta político-estética. Según Soto (2006), la audacia del realizador durante la época reside en su capacidad de poder separar aguas entre “filmar una película y oficiar de agencia de turismo”, levantando al puerto como una espacialidad ético política con un orden por descubrir. Claramente, esta distinción no es antojadiza considerando el imaginario tradicional que entraña Valparaíso en tanto ciudad fetiche.

Volviendo a la infancia, aunque de modo más evidente haya una referencia que tributa, por ejemplo, a la injusticia en una niñez anhelante expuesta en El limpiabotas (de Sica, 1946) o incluso a la inclemente infancia autobiográfica de Los 400 golpes (Truffaut, 1959) 1, Francia elabora una lectura sobre la infancia cuyas características están definidas por el carácter situado de su propuesta: aquí las categorías de clase, nacionalidad y edad se circunscriben a un universo con semejanzas neorrealistas pero ciertamente original respecto de la producción fílmica local de la época. Un elemento característico de dicha lectura es el de una infancia que aparece escamoteada, con una subjetividad que sólo se intuye desde aquello que viven más desde lo que dicen sobre ello. Hay un cierto transitar del que difícilmente podemos inteligir el modo como subjetivan en los personajes, lo que confirma a la infancia como un territorio más bien enigmático, una especie de margen barbárico cuya materialidad adolece de un sustrato subjetivo perceptible. Nunca sabemos mucho sobre el modo y la magnitud de las experiencias que afectan a los sujetos que las vivencian.

Sintoniza con esto idea la idea subyacente a la infancia como una subjetividad desprovista de garantías y abandonada a la arbitrariedad e intermitencia de cuidadores y garantes ocasionales. En contraste, dicho imaginario es puesto en tensión desde el personaje-orientador en Rara: subrepticiamente, el sujeto prefigura un impasse que él debe ser capaz de ver y resolver en esta pareja cuidadora, a partir del uso precarizante de la niña-víctima, sólo con el objetivo de socavar una forma de cuidado parental que no compatibiliza con su representación filial. En este caso, los ecos de una negligencia propia de la carencia infantil adquieren, cuatro décadas más tarde, una dimensión institucional tambaleante y ambigua en la disputa judicializada que inicia el padre de Sara con su familia a cargo.

Ahora bien, en la medida que en Valparaíso… el énfasis se coloca no sólo en la infancia empobrecida y sus condiciones, sino que también en el devenir en términos episódicos, la idea biográfica adquiere complejidad en tanto que resulta performada por las condicionantes materiales de la miseria y bohemia urbana del puerto. En otras palabras, hay una especie de esfuerzo por evidenciar una lógica causal que determina, desde las circunstancias, los desenlaces de cada personaje. Como si la sumatoria accidental de sus acciones constituyera una especie de carrera o formación en la que cada uno es instado, por un designio fatalizado e impuesto por la misma urbanidad, a seguir. Una posible lectura de este itinerario puede adquirir sentido si contextualizamos cómo esta narrativa picaresca podría ampararse en la lectura sociológica e historiográfica de Salazar (2006) en torno a la representación de la infancia en Chile durante la primera mitad del siglo XX. Porque, en efecto, cuando el historiador pormenoriza las condiciones de existencia de la infancia –particularmente, de los niños “huachos” –en las cuales la trayectoria de los personajes de Valparaíso, mi amor se podría inscribir, es posible ahí anclar el filme a cierto imaginario histórico-político que da cuenta de un fenómeno social cuya magnitud se testimonia a lo largo de la narración.

Según el historiador, la emergencia de la infancia en tanto discurso y problemática de Salud Pública se da en el contexto de una institucionalidad en modernización que obliga al Estado de la época a poder abordar las condiciones de la población derivadas de la migración campo-ciudad, y el alza demográfica que esta situación provoca en las condiciones laborales de los enclaves urbanizados. Particularmente, en el tránsito urbano de los personajes, es posible observar una suerte de exclusión estratificada, que encuentra en esta infancia una especie parasitaria, desde la cual el Estado la administra y gestiona a partir de políticas de control, saneamiento y encierro. Son momentos donde la noción de patología social aun es hegemónica en los discursos que permean la política pública. Resulta interesante y decidor el ejercicio de contrastar esta gestión de la infancia con la lógica actual –y presente en Rara– que comprende el problema desde una perspectiva estatutaria y de raigambre ciudadana: restrictiva de toda injerencia arbitraria o ilegal y sancionante de cualquier forma de abuso en las esferas pública y privada de niños, niñas y adolescentes. Descrita, por ejemplo, desde las investigaciones de Araujo (2016) y los procesos dinámicos que involucra la autoridad dentro del núcleo familiar o las transformaciones de las dinámicas familiares que nutren la investigación social chilena durante las últimas dos décadas (Valdés, 2008).

Al mismo tiempo, en Valparaíso… somos espectadores de lo que Salazar denomina la “transfiguración del patio de juegos”, en tanto el espacio lúdico, confinado históricamente puertas-adentro de las residencias que se entienden como tal, en este caso es reemplazado por un puertas-afuera que tiene a la ciudad y sus callejones como patios exteriores. En la medida que los niños son fagocitados por una ciudad que los encuentra sin referentes simbólicos, la dicotomía referencial interior-exterior se diluye, junto con lo público-privado y, finalmente, en torno a la niñez-adultez. Pareciera constatarse ahí un proceso que, por medio de la imposición forzada de las categorías asociadas a la adultez, instituye criterios que finalmente asimilan a la infancia. Como si la difuminación gradual pero apresurada de las categorías que definen a la niñez fuera un requisito necesario conferido por la urbanidad y sus determinaciones. La ciudad, en este sentido, mediatiza vertiginosamente el tránsito niñez-adultez. Porque existe un momento donde el patio, inevitablemente, y quizá por efecto de la misma tradición de circular en él, deviene ciudad. En Rara sucede algo distinto: Sara, la protagonista, es testigo y participante indirecta de una situación que su hermana menor no es capaz de vislumbrar en su magnitud. La relativa lucidez que le otorga saberse responsable de un conflicto, adquiere, en la ignorancia de Catalina, su hermana menor, una responsabilización opresiva y resignada: quizá adulta. A lo largo del filme, en Sara este conflicto mediatiza un tránsito que ya fue vivido pero que, por ese mismo resultado, genera malestar cuando se constata la ausencia de sus efecto en la niña más pequeña.

Resulta relevante pensar que desde la tradición que complementa la óptica Neorrealista y profundiza el programa historiográfico de Salazar, las lecturas sobre la infancia en Valparaíso… no sólo se preocupan de cartografiar su desarrollo, sino que también se permiten profundizar en alternativas o argumentos en favor del determinismo sociohistórico sugerido parcialmente por Francia y, en mayor medida, Salazar. Porque la posibilidad de redención de los parias-infantes sólo es abordada por el relato en la medida que los niños persisten y subsisten mediatizados por la urbanidad, en tanto se les exige transformarse en simulacros: pseudo-adultos que juegan con códigos que les son sistemáticamente ajenos pero que se les exige paulatinamente asimilar. Como la crónica que busca traducirlos publicitando sus pequeñas tragedias.

También, esta lógica del proceso adultizador que constriñe la trayectoria infantil no es infrecuente de encontrar, por ejemplo, en cierta lectura de la ficción chilena durante los ’90-‘00: películas como El gruinguito (1998) o Te amo made in Chile (2001), dirigidas por Sergio Castilla, entroncan de manera más o menos explícita con Valparaíso… y sus recurrencias temáticas: películas mitad viaje iniciático mitad relato de formación, afectiva y subjetiva, que desembocan en la noción de madurez. En el fondo, peripecias necesarias para ser ya uno más de los grandes.

Ahora bien, podría señalarse que la alternativa del enfoque de Derechos –vigente desde 1990 en la institucionalidad chilena–, claramente ausente del relato de Francia, difiere de esta lectura temporal de Francia en la cual los niños y las niñas vienen a ser una de las grandes alteridades de la época, aquellos otros que permanecen siempre indescifrables, solo parcialmente asimilables bajo el riesgo de la lógica adultizante que la película hace patente. En virtud de esta lectura, adicionalmente, vemos en Rara una propuesta que revisita el problema de la infancia, pero en este caso tamizada por determinaciones institucionales que devienen problemáticas precisamente por la presencia hegemónica que instalan los diversos usos de este enfoque, y que vienen a transformar la infancia desde el tutelaje hacia la compresión de dicha categoría social como depositaria de derechos que le son consustanciales. Es decir, 40 años después el problema no radica en la ausencia de garantías constitutivas, sino en la dificultad de sostener su garantización.

Concretamente, en la actualidad son las instituciones educativas quienes, junto con otras semejantes, administran el problema de la infancia desde una matriz que se las arregla con las tensiones que les proponen, por ejemplo, parentalidades que no son legítimamente reconocidas como tales o constituciones de sujeto que las interpelan instituyendo una brecha no resuelta entre lo programático y lo práctico. Pasamos desde la desidia o ausencia institucional, hacia una construcción institucional de dispositivos y garantías cuya implementación, a la fecha, no deja ponerse en tela de juicio.

Retornando a Valparaíso…, su visionado actual y relectura, en primera instancia, deben ser estimados en virtud de la honestidad desde la cual el realizador construye su relato, a partir de una puesta en escena que brilla en la medida que logra ser capaz de poner el foco en la descripción de la situación más que cuando estas se tornan conflictivas (Vera-Meiggs, 2010). Por lo tanto, si hay algo de artificioso en el film esto sólo se encuentra cuando, por convenciones narrativas, es necesario catalizar las tensiones a partir de un acontecimiento dramáticamente interpelador. De todas maneras, el tratamiento documental permite poder acercarse a aquella parcela de realidad en la que el realizador busca, además de mostrar, instalarse: intencionarla en el espectador a partir de indagar en la propia reminiscencia una vivencia infantil diáfana y desprovista de artificio.

Es muy probable que, a la luz de acontecimientos controversiales vigentes en la agenda pública durante los últimos años en relación al problema de la infancia –desde la flagrante negligencia institucional de sus instituciones protectoras hasta el manto de sospecha y amenaza en la que han incurrido algunos de sus garantes ético-morales– poner atención en las trayectorias mancilladas pero al mismo tiempo audazmente vitales que presenta el realizador, nos entrega no sólo una herramienta analítica para pensar, en el aquí y el ahora, la infancia, sino que también permite poder abordar, desde sus inicios y mejor documentados quizá, el misterio que el realizador y pediatra Francia se empeñó no pocas veces en resolver.

Ahora bien, ¿en qué medida es posible resolver el problema respecto de la traducción de la infancia? Porque ambas propuestas plantean un acceso que no esconde las dificultades de hacer inteligible a la infancia, reivindicando las particularidades que esta noción encierra. En cierto sentido, también en filmes recientes que consideran a la infancia de modo muy tangencial –Sexo con Amor (Quercia, 2003) –o deliberadamente protagónico –De Jueves a Domingo (Sotomayor, 2012) –, aparecen elementos cuya recurrencia tributa de Valparaíso, mi amor y se analoga con Rara: el problema de la infancia a partir de la producción de sujetos tutelados pero también resistentes a la traducción de sus malestares. Una trayectoria a veces demasiado hostil pero enigmáticamente estoica. Un discurso acerca un sujeto cuyo contenido al adulto, al fin y al cabo, quizá se le escapa.



Notas

1

Este imaginario fílmico neorrealista y precarizado incluido en el film encontraría parte de su génesis en tradiciones, como las que instala Dickens a partir del siglo XIX, que han buscado hacerse cargo de los alegatos explícitos respecto de la necesidad de develar las condiciones materiales de una clase excluida, asolada y siempre maginalizada de las representaciones identitarias nacionales europeas.