Autores tan disímiles como Pablo Corro y Ascanio Cavallo, coinciden en que el cine de Silvio Caiozzi tiende a ser un cine de interiores, de oscuras y húmedas casas antiguas que ocultan monstruosidades bajo la superficie de situaciones familiares, algo que es transversal también a la literatura de José Donoso (El obsceno pájaro de la noche, Coronación, etc.).

La historia ocurre en Valparaíso, pero en vez de la postal turística lo que ofrece el film es una historia de encierro, laberíntica y oscura. Esto es algo que se transmite en la imagen, pero también en los diálogos de dn. Arnaldo que señala que se siente ahogado, que su casa es como una cárcel. La verdad es que a la larga el verdadero ahogado es su hijo, “el gordo”. “La luna en el espejo” es una película que retrata cómo la figura autoritaria del padre, un marino de derecha, absorbe por completo la vida del hijo, obligado a cuidarlo día y noche en una casa sin vista al mar, y llena de espejos a través de los cuales es sistemáticamente vigilado por el padre. Este sistema de autoritarismo y vigilancia es el que se presta dócilmente a una extrapolación política: los personajes están sujetos a este encierro y la mirada omnipresente y castradora del padre funciona como una censura global para ellos. Sin embargo su autoridad es simbólica, lingüística, sistémica, en contraste con su estado fáctico de postración y decadencia.

Hay una oscuridad constante en el film, síntoma de la densidad en la que se mueven las relaciones de estos personaje. Esta oscuridad es elaborada con una fotografía y montaje realmente sofisticados. Es este nivel visual el que evidencia el gran tamaño de la producción de la película, y de una destreza (perfeccionismo) técnica que se emparenta con la publicidad.

En este espacio clausurado las metáforas tienden a reforzar la significación del conflicto psicoanalítica del film: el sonido de una mosca encerrada en la ventana, el ritual de la comida, de la cosmética (la cera depilatoria, la tintura de pelo), la luna en el espejo que los personajes miran y que detona un elemento místico que subraya aún más el patetismo de la realidad de la historia. Hay durante toda la película, además, una pulsión de libido que agrega una tensión irresuelta en el conflicto. Libido evidente entre el “gordo” y la vecina, y libido oculta en la mirada compulsiva de dn. Arnaldo, sin mencionar el exceso de intimidad forzada al ocurrir todo en torno a la cama del viejo.

“Todo me da pena” dice el personaje de Münchmeyer y llora. La verdad que la razón es algo nublada, es el síntoma de la sexualidad reprimida y de la angustia del encierro, de la soledad. Tanto ella como el gordo conversan susurrando, para que el viejo no los escuche o no despierte. E incluso cuando están solos, el temor de estar siendo vigilados los cohíbe; de hecho en el paseo a la playa, único momento en que están liberados de la presencia de dn. Arnaldo, ninguno puede realmente disfrutar. Pero el temor no es gratuito (y de hecho ahí la película pierde en sutileza) porque al descubrirlos, dn Arnaldo se vuelve violento, rompiendo espejos y golpeando a la vecina, en una arranque de celos y de misoginia.

El gordo es completamente impotente ante el escándalo de su padre, que grita “comunistas, putas, maricones, pura mierda”, manifestando en realidad un único odio que es ante su incompetencia y dependencia.