Esta película es quizás una de las producciones más grandes que se hicieron en la época. Desde la clave de género, el film relata un gran asalto y construye una gran narración en paralelo en torno a este hecho: podemos ver lo que ocurre con los asaltantes y los rehenes (que a su ve se fragmenta en varios espacios y personajes), lo que ocurre abajo del edificio, lo que ocurre en los medios, las negociaciones de la policía e incluso cómo el gobierno se hace cargo de la situación desde las oficinas de jueces, ministerios y secretarios de estado, en una narración omnipresente (pero centrada en el joven Johnny).
Así como en Taxi para tres, esta narración no admite lagunas de acción ni fracturas. Es un complejo relato en paralelo (pero de temporalidad y lógica lineal) que exhibe, así como sus pares noventeros, una mirada hacia los marginales. El lenguaje popular y aguerrido de los asaltantes es el mismo que el de las personas que están siendo asaltadas y de todos los que figuran en el relato: vendedores, oficinistas e incluso la prensa. En este sentido, hay un evidente esfuerzo por representar esa masa como “lo popular”, pues el contrapunto de los secuestradores no son los secuestrados ni la gente común, sino el poder inútil de los burócratas de la democracia, que heredaron una sociedad desigual y un sistema económico ante el cual son incompetentes.
Todo tiende a subrayar esta incompetencia. La descoordinación entre los poderes del estado, la manipulación de los medios de comunicación y el fallido intento de robo que deriva en proto-terrorismo carente de ideología, e incluso las acciones pequeñas, como cuando necesitan enviarles comida a los rehenes o cuando los policías intentan disparar desde un helicóptero. En esa incesante seguidilla de errores, y en el estrés del secuestro masivo, se suceden equivocaciones que hacen florecer el criollismo de los personajes, en un tono que sondea la comedia y el film de acción.
Es así como durante la película hay una continua tendencia a la corrosión, entre los personajes y también en el interior de cada uno. Sin embargo esta corrosión no es moral, porque no busca ser didáctica; en ningún caso parece ser que la moraleja es evitar la delincuencia, por el contrario lo que sugiere el film a cada instante es que los marginales son tan parte de la masa como cualquier otro. De hecho la identificación (disfrazada de enamoramiento) entre Johnny y la secretaria, resulta elocuente a este respecto. “Yo soy una puta con asco y tú un ladrón con miedo”, le dice ella: todos son parte del mismo circo de desigualdad social. A primera vista no hay buenos en esta historia, e incluso el principal secuestrado no es un empresario común sino otro estafador que llevaba una casa de cambio clandestina, cuya fachada era un videoclub de vhs. Esta acumulación de delitos de toda índole evidencia una obsesión del cine noventero por la ilegalidad, y por lo tanto un fijación por relatar historias sobre marginales y delincuencia que en definitiva es la manera en que el cine local se aproxima al cine de género, aquel que tiene un arma, un atraco, una escapada. Una aproximación desde aspecto formal al mainstraim, haciendo parte de sí sus elementos.
Pero para Johnny finalmente la historia no es de acción ni cómica, sino un drama social: su madre lo traiciona y su ex novia aparece en cámara llorando desconsolada. Sus camaradas lo excluyen y ni siquiera el encuentro amoroso con la secretaria es significativo para él.