Existen elementos en Taxi para tres que se identifican fuertemente con el cine de los noventa y principios del año dos mil. En primer lugar, el mundo delictual y marginal que retrata la película es heredero de la tendencia de toda una década que privilegió los personajes marginales, representando a los barrios bajos de la ciudad y sus dinámicas de opresión y violencia, y por otro lado el cine de género, construido en base a un mundo delictual donde hay armas, escapes y aventuras fuera de la ley.

Sin embargo es prudente observar matices: la sensación de estancamiento y falta de perspectiva que inunda el horizonte de los personajes de Caluga o Menta (Gonzalo Justiniano, 1993) se desplaza en Taxi para tres hacia una comedia negra donde los personajes son fuertemente activos, y donde las posibilidades de asestar un golpe y salir victorioso son reales. En la película se observan diferencias radicales con la pobreza sin salida, tan evidente en el cine de denuncia política de los ochenta y los noventa. Los personajes pertenecen a una clase baja que desea escalar socialmente (a través de un taxi, de una máquina de coser, de una corrección dental) y su relación con lo político propiamente tal no es de un abandono o de desprecio, sino de ‘sortear la ola’.

Resulta curioso el devenir de los tres personajes y cómo se invierten los roles, en una perversión moral que resulta divertida, pero también elocuente con respecto a sus alcances de significancia social. El taxista, en un principio víctima y muy moralmente crítico frente al comportamiento delictual, termina siendo un maquiavélico cínico, mientras que los dos maleantes se vuelven amigables poco a poco, cercanos y empáticos. La violencia, como telón de fondo de esta historia, está puesta en función de evidenciar el submundo oscuro y al margen de la ley, en el que viven los personajes, y donde hasta la “gente decente” puede terminar siendo un antisocial.

Es evidente la compleja estructura narrativa del film, enmarcada en el canon clásico. El director, a diferencia de Cristián Sánchez o Gonzalo Justiniano (por citar un par de ejemplos), no está interesado en citar un cine de género para construir un discurso a distancia, sino que se identifica con él y construye de forma clausurada un arco dramático con puntos de giro y acciones encadenadas. Así como Johnny 100 pesos (Gustavo Graef-Marino, 1993), la película retrata con transparencia cada secuencia: cuando se trata de escenas de robo y asaltos, adopta el código de acción; cuando se trata del ámbito familiar, el melodrama. El relato no soporta lagunas ni fracturas, por lo que la fluidez narrativa de las acciones se sostiene en un estricto modelo de acción/reacción.

La relación con la política que puede sostener una película como Taxi para tres es a nivel narrativo, pero esto no quiere decir que la relación sea simple. Por un lado, la estructura del relato es completamente complaciente con el espectador y la industria; no tiene intenciones de segunda significación ni utiliza metáforas explícitas (más allá que uno pueda leer el taxi como un modo de ascenso social y modernizaciózación).