Este film de Cristián Sánchez quizás es el más lineal de toda su filmografía, y es precisamente porque intenta retratar la caída de un deportista a la vida cotidiana, a la supervivencia en trabajos rutinarios como cualquier “mortal”. La falta de adrenalina y de motivación lleva al personaje a una búsqueda vacía: aparentemente le basta con ganar algo de dinero para subsistir, pero en esa realidad aplanada, depresiva, decadente, el personaje ingresa en un círculo vicioso. El vagabundeo sin objetivo, que Sánchez ya había retratado en El zapato chino (1979), reaparece como la herencia moderna en El otro round, sin embargo hay un desplazamiento del foco y el modo de este vagabundeo: ya no es existencial (como en el cine moderno) sino netamente materialista. Así como ocurre en otras películas chilenas, como Rabia (Óscar Cárdenas, 2006) o Perro Muerto (Camilo Becerra, 2010), el vagabundeo es directa consecuencia de las lógicas del capitalismo. El vagabundeo no es búsqueda interior sino falta de trabajo y expectativas, es como si estos directores amplificaran un segmento de lo que se denomina ‘círculo de la pobreza’ y evidenciara a través de ese segmento, lleno de ‘nada’, de tiempos muertos y de acción insignificante, cómo opera el neoliberalismo a baja escala.Sin embargo Sánchez también ofrece otras particularidades. En sus películas los personaje no son introvertidos sino que hablan, hay una verborrea muy criolla, con una naturalidad y soltura que produce dos efectos: conmueve por su naturalidad y cercanía, y también divierte por lo curioso de los modismos que los personajes ocupan. En términos temáticos, los diálogos de El otro round no son divergentes, porque tratan siempre sobre el mismo tema: la falta de trabajo y de dinero. Sin embargo hay divagación en el modo, en la sintaxis, acercando la estructura general de los diálogos a la realidad: sin objetivo concreto, reiterativo y poco frontal. Los personaje se mueven en esa tibieza, conversan en un círculo poco económico y sin norte, al igual que su paso por el mundo.

El punto de giro de la película es la aparición de una mujer. El coqueteo, evidente y torpe, enciende en Araya una esperanza que funciona en el relato arquetípicamente, convirtiendo su estructura chata en un proto-drama, pues con el romance viene también la posibilidad de un cambio. El final de índole policial flirtea con el género: robo, pistolas y persecución operan en el clímax de El otro round más bien como un guiño a ese tipo de cine que como la concreción de un arco dramático clásico. Es un guiño porque en la inmediatez el personaje no tiene ninguna chance de concretar sus planes, y ni siquiera es tan evidente que el robo del auto fuera parte de una maquinación mayor. Las cosas suceden para Araya como si fuesen decididas en el minuto, asaltado por una emoción que viene desde “ninguna parte”, emoción que emerge desde la planicie de sus sentimientos y por lo mismo, es pura cáscara. Es más euforia que otra cosa, energía que quiebra la nada en la que está subsumido y que lo conduce hacia su propia aniquilación. El robo del auto me recuerda a una escena de El desierto rojo (M. Antonioni, 1964) en que la protagonista, en su vagabundeo por la ciudad, ve un barco y se aproxima para ver si es que puede subirse y partir de la ciudad, dejando su casa, su esposo y su hijo atrás. No se trata de un plan, porque el personaje no está en condiciones de maquinar nada, sino que es desesperación en el aburrimiento, sin estructura ni conflicto, sino un estado de constante deriva.

Finalmente, Araya es también un personaje recurrente del cine chileno. Se enmarca en las historias de marginalidad y de pobreza, protagonizadas por el barrio, la cantina, los compadres y las prostitutas. Ese escenario tiene un origen decimonónico, y es la novela criolla donde el pícaro, el roto chileno, representa al pueblo: es astuto y encantador, y contiene lo que se pensaba modernamente que era la identidad. En la novela de Joaquín Edwards Bello “EL roto” (1920), se retrata el barrio de Estación Central, con el comercio y los prostíbulos, un imaginario que subsistirá como imaginario colectivo del pueblo.Este mundo será enriquecido con nuevos elementos en el cine de los años ochenta y noventa, orientados a retratar esta supuesta marginalidad. Por ejemplo, el taxi, visible en El zapato Chino y en Taxi para tres (Orlando Lübbert, 2001), o el auto robado de El otro round o Caluga o Menta (Gonzalo Justiniano, 1993), o el fútbol de barrio o la prostituta de barrio. Este imaginario se posiciona como la médula de la representación cinematográfica de los años noventa.