B-Happy comienza con una adolescente, bajándose de un bus y recorriendo un camino rural en medio de un paisaje solitario. En off, dice “Yo no le tengo miedo a nada, ni a los perros, ni a las gitanas, ni a la noche…” y sigue enumerando. Mientras, extra-diegéticamente suena una canción de Javiera Parra.

De modo similar al que utiliza Jim Jarmusch en su primera película Extraños en el Paraíso, Justiniano separa las distintas secuencias con extensos fundidos a negro. Eso le da al filme un toque misterioso, aletargado, mientras se nos va presentando a Kathy (Manuela Martelli), la adolescente que no le tiene miedo a nada; que va al colegio, que le gustan los animales, que vive con su madre y hermano, y que tiene al papá preso en la cárcel de Valparaíso, por ladrón. Cuando él es dado en libertad, las cosas cambian. La cámara hace movimientos extraños, como si quisiera entrar a la mente de la protagonista, para nada convencida de la transformación de rutina que significa tener al padre de vuelta.

La infancia se despliega acá desde su inminente término, quizás más radicalmente, como el fin de algo que en realidad nunca fue. La mirada de Kathy está teñida por ese paso de un estado a otro, por la pesadumbre de ese tránsito. A través de sus ojos, vemos un sistema social cerrado, donde los sujetos no tienen segundas oportunidades, donde para sobrevivir a veces hay que robar o mantener relaciones sexuales con el jefe; es la puesta en escena de un mundo –el de los adultos– que resulta incomprensible, y sin embargo, totalmente inevitable. En ese panorama, los constantes fundidos a negros funcionan como puntos suspensivos, propuestas, como el imaginario político de un recorrido que amenaza con ser un circuito cerrado, sin escapatoria posible.

Como esa idea que propone, la película rápidamente se acerca a un punto sin retorno. El padre vuelve a robar, a Kathy la acusan injustamente en el colegio. A pesar del optimismo que profesa el título, la película se va rápidamente a pique: La madre se enferma y muere, el padre desaparece, el hermano la abandona. El fundido a negro se hace literal, y sin embargo, ese fundido se acaba y vuelve a haber imagen. Justiniano va ensayando, desde el momento en que su protagonista está sola, diversos modos de extrañar el ambiente. Con un afán experimental, organiza angulaciones de planos torcidos, cámaras subjetivas, poniendo a prueba a una protagonista a la que nada parece afectar, que no se quiebra, se mantiene en pie, sobreviviendo a los peligros inminentes de una ciudad como Valparaíso. El trayecto no encuentra fin: Kathy va a un centro correccional de menores, Kathy se prostituye, Kathy busca al padre en la cárcel, en los hospitales públicos. Entre medio, los fundidos a negro funcionan como elipsis temporales en que muchas veces no queda claro como el personaje pasa de un estadio a otro.

Hay una iconografía a la que Justiniano recurre constantemente, un modo de aproximarse a un cotidiano marginal, a la intimidad de un día a día: qué se come, cómo se come, dónde se celebra, cuáles son los lugares que se visitan cuando es ocasión de celebrar algo. Es interesante, de ese modo, como se las ingenia el director para imbricar realismo y artificio. La utilización de locaciones reales y profundamente reconocibles para el espectador local (el bar, el cerro Artillería en Valparaíso, la cárcel, un hospital público, etc.), pero registradas tensamente, hacen reflexionar sobre el modo en que la protagonista percibe lo que ocurre a su alrededor. Como otras películas p del período (Los debutantes, Mala leche) B Happy se encarga de denunciar un proyecto democrático fallido y profundamente equivocado.