Si buscamos una palabra para definir Rabia, de Óscar Cárdenas, difícilmente podríamos usar términos como agradable. Visualmente no es bonita. Los espacios son principalmente paredes blancas de oficinas monótonas e incluso ese blanco tiene un tono amarillento. No hay un vestuario sorprendente ni espectacularizado. Los encuadres no intentan ser simétricos ni compuestos según la norma. Tampoco tiene una narrativa clásica y el ritmo es pausado, con una insistencia en los planos que le otorga menos importancia a la acción y más a las emociones contenidas que se dejan notar en el rostro de los personajes. La lista sigue, por lo que no es de extrañar que, tal como pasa con muchas otras películas chilenas, haya una enorme distancia entre su acogida por parte del público, donde pasó relativamente desapercibida, y su acogida en el circuito de festivales internacionales, donde encontramos nominaciones de la talla de Locarno y San Sebastián. Y es que se trata de una película potente, coherente en todos sus aspectos, pero que no se desarrolla en el marco de las convenciones sino más bien utiliza todos los medios disponibles -formales, narrativos, discursivos- para reflejar la crudeza del mercado laboral chileno.

Rabia es una película que trata de una parte fea de la realidad y es crítica hasta el punto de resultar pesimista. Camila Sepúlveda es una joven de 25 que lleva 1 año buscando trabajo como secretaria y asiste tenazmente a nuevas entrevistas sin lograr resultados. La seguimos a lo largo de numerosas esperas para ser entrevistada, fracasos y encuentros que van revelando lentamente su situación laboral y emocional, y al mismo tiempo ponen sobre la mesa problemas de la sociedad chilena actual: la inmovilidad social, la discriminación, una educación que no permite acceder a un trabajo, la imposibilidad de ser feliz. Sin embargo, no se trata de desaliento absoluto. Una desconocida comparte el lápiz de labios; Camila cede una entrevista para darle más posibilidades a una señora mayor que ella; un cariño sincero se mantiene entre Camila y una excompañera de colegio con la que se encuentra: a través de pequeños gestos la película va estableciendo la esperanza en el factor humano que, a pesar de las circunstancias, resulta infranqueable.

En su tratamiento plástico la película tiene un instinto documental, principalmente por su estructura de seguimiento de Camila, por el uso de cámara en mano y por planos donde los movimientos de los personajes a ratos parecen sorprender a la cámara, quedando sus cabezas o partes del cuerpo fuera de él. Por otro lado, diversos elementos son utilizados para ir estableciendo sutilmente un ambiente y una sensación de ahogo, de verse superado por la realidad. Los planos son largos y están conformados en gran parte por momentos sin acción - o con acciones mínimas- y diálogos cotidianos en las escaleras y pasillos de edificios donde Camila y otras mujeres asisten a entrevistas de trabajo. Ese montaje de planos secuencia hace que la película parezca “a tiempo real”, como si ni un minuto del cotidiano de Camila hubiera quedado fuera del corte final. Así, no sólo sabemos de las largas esperas que tienen sin cuidado a sus empleadores, sino que somos testigos de ellas y compartimos la sensación de desasosiego del personaje. El uso de la forma cinematográfica en Rabia es excepcionalmente acertado, lo cual es admirable considerando que no es una película sin riesgos. Su tratamiento visual se sale de los cánones del cine clásico, por ejemplo utilizando constantes saltos de eje y muchos primeros planos.

Por otra parte, las temáticas tratadas a lo largo del filme van en línea con la contingencia. Por ejemplo, a través de Camila se hace un comentario con respecto a la educación, una educación que a ella no le permite encontrar trabajo aun teniendo educación superior. Más aún, en los diálogos surgen muchos de los problemas específicos de ésta: es diferente para unos y para otros, no entrega las herramientas que luego requieren las empresas y no todos se la pueden permitir por tener que trabajar. Esos mismos problemas son lo que llevaron a miles de estudiantes a manifestarse en las calles el año de estreno de la película (2006). Y más allá de la crítica a aspectos concretos de la realidad chilena que hace el filme como las injusticias de DICOM o el ya mencionado tema de la educación, se dejan visualizar elementos que son los que realmente dan rabia, como por ejemplo personas que pasan a llevar la dignidad de otros por tener más plata, más educación o un mejor cargo. La falta de oportunidades y la desigualdad funcionan como telón de fondo en el retrato social que hace la película, y se van dibujando tanto por los diálogos como por las decisiones materiales.

En ese sentido, el discurso se va estableciendo de manera sutil y a través de recursos propiamente cinematográficos, y se va complejizando de a poco. En el último capítulo, donde Camila finalmente ha encontrado un trabajo, pero su jefe le grita y la trata de forma inhumana, se produce un giro en ese tratamiento y la acción toma mayor importancia. Ya habíamos conocido el desprecio de quienes están en una situación de poder por tener a su cargo laboralmente a otras personas, pero antes había sido a través de las largas esperas, de la discriminación que aparecía insistentemente como tema en las conversaciones, o de la anécdota que narra Camila sobre una entrevista donde la contratan, pero luego cambian de parecer. Este último capítulo es el único en el que vemos a Camila quebrarse emocionalmente en cámara. Antes intuíamos su desesperación, que se colaba en sus actitudes y en sus diálogos, y que era reforzada por el trabajo de cámara y por el montaje. Ahora la sensación de injusticia es directa, concreta y generada ya no por un “sistema” que abarca todo, que se siente pero no se ve, sino por una persona.

A pesar de que la construcción lenta y sugerente que se observa en la primera parte de la película -muy propia del cine moderno- marca su estilo, la transición de lo sutil a lo directo, del instersticio a la acción, que surge hacia el final de la película, funciona como punto cúlmine, como momento de exasperación frente a la injusticia. Deja una sensación un poco pesimista que cierra la película, pero esa sensación es también la que invita enojarse, a no contentarse con esa realidad y a verla en toda su fealdad, sin adornos.