Sentado en el piso de tierra en la población donde reside, mientras es cercado por carabineros, con una expresión que oscila entre la costumbre y la resignación al calvario que se le viene encima, parte esta película centrada en la historia de Roberto Martínez, alias “el sicópata de La Dehesa”.
El director Alejandro Torres nos muestra al Tila (Nicolás Zárate) durante casi toda la película encerrado en su celda, “para lo único que soy bueno es para estar preso”, afirma durante el film. Ahora convertido en figura pública, y con un largo prontuario delictual, los recuerdos se agolpan en la cabeza de Martínez, de forma caótica y pareciera ser que indiferente a tanto dolor (tanto propio como ajeno). Recuerdos que plasma por escrito, mientras espera la sentencia del juez (Daniel Alcaíno), y su abogado lucha porque no le den la cadena perpetua.
Martínez, un joven con una gran sensibilidad artística y talento para el dibujo, tuvo la mala suerte de nacer en un contexto marginal. Pasó casi toda su vida en casas del Sename, donde si bien ganó premios por sus pinturas, no pudo terminar su enseñanza básica y fue violado por uno de sus compañeros. Una vez que lo devolvieron a la calle, no encontró más oportunidades que seguir delinquiendo. Que se haya enfocado en el sector alto de Santiago, y culminara su carrera delictual con el asesinato y descuartizamiento de la que fuera su novia, convirtieron su historia en un placer culpable de los medios. Su sensibilidad, su inteligencia, su dolor y las drogas delinearon una figura energúmena y autodestructiva.
Muchos comparan esta película con El Chacal de Nahueltoro, de Miguel Littin (1969). Quizás la mayor diferencia con este último, es que el personaje del Chacal se arrepintió de todos sus crímenes ad portas de su ejecución. El Tila de lo único que llegó a arrepentirse fue del niño que mató durante uno de sus atracos, “se me pasó la mano”, reconoce en el film. En cuanto a estructuras narrativas, son bastante similares: ambas están divididas en capítulos, y parten con el protagonista siendo apresado por la justicia, y luego intercalan su proceso con flashbacks que cuentan su pasado, y su desenlace hasta sus crímenes. Claro que el Chacal narraba en off, invitando a empatizar con el personaje, mientras que en El Tila toda la película en sí parece narrada por una cámara de seguridad, esforzándose por mantener la distancia con su atormentado protagonista.
La película no busca mostrar al Tila como una pobre víctima del sistema, pero sí las falencias del mismo sistema. Uno donde no se le da posibilidades de reinserción social real más allá del discurso de los funcionarios del Sename. No es un héroe ni un antihéroe, son sólo fragmentos los que expone el film para que el espectador se forme su propio juicio sobre el personaje, algunos contradictorios, otros amorales.
La escena en que Martínez da su declaración al juez, acompañado de su abogado defensor y el fiscal es, en ese sentido, emblemática. El fiscal lo ataca como enemigo del orden público, y pide la cadena perpetua, tal y como claman los medios. Mientras que el abogado no lo defiende, ni siquiera busca empatizar con él en toda la película, simplemente entender “por qué hizo lo que hizo”, y tratar de que los siquiatras lo declaren mentalmente incompetente. Algo que es todo un insulto para este personaje, pues él se sabe más inteligente que el resto de los reos. Sabe que declararlo loco es la forma que tiene el sistema decir que sobresale del promedio. Un sistema que tampoco está interesado en desarrollar su potencial creativo.
¿Se justifica su actuar? Por supuesto que no. ¿Es posible perdonarlo? Efectivamente. El único momento en que vemos a alguien que se preocupa auténticamente por el Tila es cuando lo va a ver un guitarrista evangélico a la cárcel. Dios perdona, pero las personas sólo disculpan. Así lo pudo comprobar el mismo Martínez cuando le leyó unos pasajes de la Biblia a una de las mujeres (Trinidad González) que había secuestrado y violado en La Dehesa, clamando por el perdón. Claro que la respuesta del personaje de González es un epíteto de insultos y amenazas.
Durante dicha secuencia, podemos ver los pormenores de su conducta sicopática. Su anhelo es simplemente una familia y un hogar constituido, pero la única forma que tiene de relacionarse con la humanidad es mediante la violencia física y sexual. Esa cuota de poder que sentía brevemente mientras se bañaba en la piscina de la mansión, se vestía con la ropa del dueño de casa, y violaba a su mujer frente a sus ojos, era lo más cercano que podía tener a una vida plena. Viniendo de un contexto donde lo más que podía ganar trabajando honestamente eran “60 lucas”, para Martínez la decisión más práctica era optar por el otro camino.
Si bien las escenas son más bien aleatorias, la película está divida en cuatro capítulos. Escritos por el mismo Tila, que según el director, buscaban recrear la caótica narración de Martínez, sin una distinción clara entre los tiempos verbales o la primera y la tercera persona. Hay escenas brutales y descarnadas, desde que Martínez es violado a cuando usa su propio excremento para, cual Marqués de Sade, obstruir la visión de la cámara de seguridad de su celda que tanto le molesta.
Cabe señalar que esta película se enmarca dentro de la reciente corriente del cine chileno de tomar casos policiales de la contingencia y convertirlos en película. Lo vimos hace poco con Aquí no ha pasado nada (2016), y sus antecedentes podemos remontarlos a la noventera Johnny cien pesos (1993). Si en sus orígenes el cine chileno buscó plasmar la realidad de Chile a través de una rica tradición de documentales, ahora echa mano de casos policiales con un fuerte trasfondo social.
El final de Martínez no podía ser otro. Que se haya ahorcado con el cable de la máquina de escribir raya en lo irónico. La máquina con la que buscaba plasmar toda su vida. Al final, al Tila lo consumió su propia historia. Casi tragicómico si tomamos en cuenta que la máquina se la regaló el juez, quien al ver el recluso muerto en la celda sólo le preocupa la mala imagen que proyectará su suicidio. Las autoridades debían evitar que se quitara la vida antes de la sentencia, para eso Martínez era vigilado las 24 horas. Pero así y todo el Tila se las ingenió para “escapar” de la cárcel. A su manera, tal y como había adelantado a la periodista que lo entrevistó (Daniela Ramírez). Su tumba es rápidamente olvidada, al final sólo queda sobre ésta uno de los zapatos que con esmero buscaba mantener siempre lustrados.
El Tila no fue el primero ni el único, simplemente una muestra que tomaron los medios. Que su nombre no se escuche en ningún minuto de la película es bastante decidor. Podría perfectamente ser un soldado anónimo, el mártir sin rostro que representa la tragedia de todo un sector marginado del país.