Diálogos de exiliados es la primera película de Raúl Ruiz grabada en suelo francés, y es quizás una de las más chilenas que llegó a producir. Donde los chilenismos y los problemas más criollos interactúan con el mundo francófono.

La película se presenta como un falso documental, donde la voz en off del director va interrumpiendo en contadas veces la narración. La acción inicia cuando el cantante chileno Fabián Luna, simpatizante de la Junta Militar, llega a Francia y aprovecha de visitar a los exiliados con la intención de promover la imagen de la Junta. Ante esto, Ruiz explica que existen tres vertientes entre los exiliados: Los “duros”, que quieren “sacarle la cresta”; los moderados, que quieren hacerle un “rapto a la chilena”, vale decir, impidiéndole que pueda asistir a sus conciertos y entrevistas; y finalmente la tercera, que le agrega a la segunda la oportunidad de dialogar con Luna, e intentar abrirle gradualmente los ojos sobre la realidad chilena. Corriente que se termina imponiendo, y que se entrelaza con una serie de subtramas (muchas de ellos meras anécdotas) de los desterrados en suelo gales.

El filme propone distintos perfiles de exiliados que confluyeron en Francia, desde los más intransigentes a los más diplomáticos. Pasando por obreros, y por intelectuales del redset, cuyo discurso de superioridad moral no dista mucho del de los militares.

Con su inconfundible estilo, Ruiz utiliza un lenguaje narrativo, rozando el absurdo y lo onírico, para mostrarnos diálogos banales, situaciones irónicas, y a ratos humillantes para los exiliados. Donde la muerte y el sufrimiento son presentados como algo lejano, casi cómico. La escena en que un ex-teniente hable de un “hermano que tengo medio condenado a muerte allá en Chile”, es muy ilustrativa al respecto. Algunas rencillas propias de la Unidad Popular son replicadas por los exiliados, cosa que se señala explícitamente en el film: el asambleísmo inoperante, una burocracia engorrosa, el clasismo entre obreros y profesionales (irónicamente los primeros consiguen trabajo más fácilmente que los segundos), y el choque de métodos entre aquellos que optan por la huelga de hambre, y otros por el diálogo con las autoridades.

Los diálogos nacen y mueren con una espontaneidad que contrasta con la solemnidad y profundidad que muchos de sus interlocutores intentan darles. Frases para el bronce terminan incompletas o en el aire, generando la impresión de que la casa de los asilados es un auténtico manicomio. De hombres enfermos, no de la razón, pero sí del espíritu. Emblemático es el caso de Pancho, quien inicia una huelga de hambre hasta que le den trabajo a él y a los demás compañeros. Método que no entiende un funcionario francés, ante lo cual alguien le señala que “como todos los chilenos está medio loco”. Igualmente destacable es el caso de un exiliado que analiza sus propios sueños de manera freudiana, donde figura Pinochet bajándose de un avión y besuqueándoe con el alcalde de Villa Alemana. Pero quizás una de las frases más destacables es cuando Fabián, quejándose de que lo discriminan dentro del grupo, alega que “no soy de izquierda, pero también soy socialista. También creo en la sociedad”. Según él, Mussolini también era socialista, y el “Plan Z” era una realidad. Mucho de este caos es registrado por un periodista brasileño, quien entrevista a los personajes, y capta una cuña que es muy decidora: “Aunque usted haga todas las preguntas que quiera, nunca va a entender a Chile. Porque a Chile no lo entiende nadie”.

Es comprensible por qué ni los mismos chilenos asilados en Europa recibieron con buenos ojos esta cinta, realizada apenas dos años después del golpe militar. No obstante, el mismo Ruiz señaló en su momento que ésta la consideraba una película militante, y una advertencia de todos los errores que los chilenos debían evitar.

En todo caso, su crítica no es gratuita, y también se extiende a los europeos, que en varias ocasiones no entienden el errático comportamiento de los sudamericanos. Los diálogos con representantes de ONGs que ayudan a los asilados son constantes en la película, y alcanzan su momento más notable con el monólogo de un exiliado judío-argentino, quien les señala a las auspiciadoras francesas dos cuestiones trascendentales: que los latinoamericanos tienen ventaja en la transculturación por sobre los europeos, ya que en el fondo todos somos mestizos. Casi como si Ruiz insinuara una posible explicación a cómo puede subsistir un país con diferencias tan marcadas, capaces de traspasar las fronteras. Y segundo, que muchas de las cosas que los latinoamericanos envidian de los europeos son justamente aquellas de las que actualmente se buscan desprender, como el consumismo y la tecnología. Ambos mundos son las dos caras de una misma moneda y nos complementamos el uno al otro.

Tras el fracaso en el diálogo con Luna, quien comprende recién después de las dos semanas que estuvo con los asilados que fue “raptado”, estos concluyen su experiencia con una demoledora reflexión: “Lo que nos está perjudicando en este momento es el humanismo. El humanismo es el que nos caga”.

La visión de Ruiz es adelantada a su tiempo. Su estructura compleja y un tanto cerebral, dotada de una frialdad al drama de los miles de chilenos que en la vida real (muchos actores de la película también eran auténticos exiliados) debieron huir de la dictadura, crearon anticuerpos en los espectadores tanto de izquierda como de derecha. Recién hoy, quizás, es posible sopesar todo el mensaje político que quiso transmitir Ruiz, y darle la razón en varias cosas. Puede leerse como una película premonitoria, que supo anticipar el destino de muchos exiliados, cuyo principal problema, pareciera que fueron sus interminables diálogos que no conducían a ninguna parte.

El film concluye cuando Pancho consigue trabajo y depone su huelga. Tras lo cual, deja la casa de los asilados, y comprende que no los verá en un buen tiempo. El mismo día llega un nuevo exiliado al grupo. De ese modo finaliza, sin pena ni gloria, una historia que parece estancada en el tiempo. Con un grupo humano que vive hacinado no sólo entre sí, sino que también con sus propios problemas internos, incapaz de superarlos y de mirar hacia adelante. Un manicomio de gente recluida a miles de kilómetros de su hogar, donde la única terapia posible para salir pareciera ser conseguir trabajo.