La película comienza en el baño de un estadio de fútbol. El locutor de radio, el “Rumpy” (Roberto Artiagoitia) está ocupando el urinario y al frente suyo lee, escrito en la pared: “póngale nombre al niño”. Abajo de esto, hay varios escritos respondiendo a esa premisa. Dicha imagen parece ser característica de los baños públicos de Chile: se establecen diálogos en los muros que generan conversaciones de emisores remotos y anónimos. El Rumpy, saca un lápiz de su bolsillo y escribe en la muralla: “El Chacotero Sentimental”.
Luego de esa introducción, seguimos al conductor hasta que llega a la radio nacional Rock&Pop. Su recorrido es registrado por un dispositivo distinto al del resto de la película: el de una handycam que revela sus píxeles. El programa radial del Rumpy, será el punto de partida de la película; en él, recibe llamados telefónicos en que diferentes interlocutores le cuentan experiencias amorosas de su vida, algunas son simplemente anecdóticas, las otras son confesiones muy rudas que impactan a los oyentes. En la película, que se concentra en tres historias, el Rumpy es filmado, entre cada llamado, por dicha handycam.
El director de la película, Cristián Galaz, se aproxima a cada historia de manera distinta. Cada una de ellas, nos recuerda épocas distintas en la historia del Chile. No hay ideologías o discursos, simplemente hay una observación de la vida cotidiana de los personajes que pasaron por la dictadura o, posteriormente, por el periodo de la transición.
La primera historia tiene como protagonista a Juan (Daniel Muñoz), o John, como le dicen los amigos, por ya que según ellos, es igual a John Lennon. Aunque la similitud sólo se aprecia en los anteojos que ocupa.
Juan conoce a su vecina y comienza con ella una aventura sexual. La mujer engaña a su marido, quien resulta ser primo de Juan, y este solo se va a enterar cuando se encuentran en un asado familiar hacia el final del relato.
Como parte del género cómico utilizado en esta historia, se representa a los chilenos y chilenas como gozadores del desorden y de la patudez. Esto se retrata a través de un montaje basado en el plano contra plano y en el plano detalle: por ejemplo, la cámara encuadra el rostro de Juan y luego, el contra plano exhibe planos detalle de partes del cuerpo de la vecina, mostrando cómo el protagonista disfruta al observarla descaradamente, de pies a cabeza. Además, los personajes se garabatean, usan diminutivos y sobrenombres. Si hay una discusión en la historia, la solución se concreta simplemente con un chiste o una risa.
La crisis de las instituciones afecta cotidianamente a la gente (una crisis que pareciese ser producto del capitalismo desgarrador que deja la dictadura); así lo deja entrever la tía Lastenia, suegra de Claudia, cuando cuenta lo mal que está Santiago: “smog, drogadicción, bajos sueldos, asaltos, violaciones, no hay comunicación entre la gente”.
En el segundo acto de la película, el director cambia el dispositivo: ahora la secuencia se compone de planos rítmicos, dando la sensación de que cada plano tienen la misma duración entre sí. Comienza el relato con el registro de la persecución entre dos personajes, enmarcadas en una lente de 15mm o fisheye, que distorsiona el set. La historia gira entorno a la pelea de dos hermanas que escala hasta un intento de asesinato. La llamada al Rumpy por parte de la hermana menor, deja entrever que los hijos de la hermana mayor, son a su vez hijos del padre ambas. La cámara voyerista acompaña el descubrimiento de la hermana menor desde adentro del closet, espiando a su padre y hermana. Este segmento se construye a partir de planos cerrados, que dan a ver el adentro versus el afuera, tal como la estética de Caiozzi y de Sánchez, en sus películas realizadas en los ochenta, y que al parece, Cristián Galaz hereda. Como ellos, compone este segmento mediante planos cerrados, como correlato de la dictadura militar que clausura la posibilidad de un afuera.
La música tensiona las escenas y planos rítmicos a tal punto, que esta historia se representa como un videoclip. Galaz mantiene una propuesta contemporánea y va evocando las ideas propias de la dictadura, representada por la violencia y el engaño. Carlos Cabezas, vocalista de la banda Electrodomésticos, está a cargo de la banda sonora de la película y se encarga de darle un enfoque oscuro a la historia, un diseño sonoro que va tiñendo los planos.
En el último segmento, la banda de sonido vuelve a ser juguetona y toma el ritmo de la cumbia. “Todo es Cancha” gira en torno a una pareja que vive en una población, y comparte el departamento en un block, con padres, hermanas, hermanos, sobrinos, hijos y abuela. Esto hace que Mía (Tamara Acosta) no pueda tener ningún tipo de relación sexual con un frustrado Johnny (Pablo Macaya). Para solucionar esto, la vecindad habilita un departamento para que las parejas puedan intimar pues todos tienen a mucha gente metida en la casa o las paredes son muy delgadas.
La historia retoma el tema de la vida de barrio, tal como ocurre en el primer relato, haciendo énfasis en la pobreza desde conceptos como el hacinamiento y la poca intimidad que pueden mantener las parejas al compartir piezas con hijos, padres, abuelos, hermanos y sobrinos. Aquí se sentencia la crisis de la vivienda en las clases más populares, desposeyéndola de cualquier facilidad de intimidad. De todas formas, se mantiene una vida comunitaria y familiar que caracteriza el barrio popular y el director insiste en exponerla como un elemento idiosincrático rescatable del Chile post-dictatorial, que no se debe perder.
Hacia el final, los personajes terminan de relatar por teléfono al programa radial del Rumpy y éste remata cada historia dedicando una canción. El dispositivo vuelve a ser la handycam como cámara doméstica y realista, retratando al locutor en un Chile que parece salirse de la ficción.
El Chacotero Sentimental se ha transformado, con el paso del tiempo, en una película ilustrativa de la década de los noventa. En sus modos de representación, en la propuesta por un humor muchas veces teñido con tintes melodramáticos. Fue una película exitosa en términos de taquilla y para muchos, marca el fin de una época en el cine chileno, un cierre al cine de los noventa, donde lo ‘popular’ se tomaba la narración y se desplegaba ostentando tanto las miserias como las alegrías del pueblo.