A estas alturas ya bastante se ha escrito sobre la obra de Cristián Sánchez y especialmente sobre este filme. Si El zapato chino resulta ejemplar en su filmografía, lo es por varios motivos. En primer lugar, por sus múltiples diálogos con la modernidad europea, con la teoría de Gilles Deleuze, como también con la obra de su compatriota Raúl Ruiz. Pero, sobre todo, con la dictadura contemporánea a la realización de sus filmes y el terror implantado por el gobierno militar, y que es convocado de modo muy interesante, como una extrañeza cuasi atmosférica, precipitada constantemente a lo largo del filme.

Uno de los primeros en darle a Sánchez un lugar de merecida visibilidad en el circuito audiovisual, fue Jorge Rufinelli, teórico del cine, uruguayo que trabaja con cine latinoamericano desde la Universidad de Stanford, que a mediado de los dos mil, editó y compiló un libro sobre la obra de Sánchez; su título “El cine nómade de Cristián Sánchez”, establece de entrada un lugar desde donde leer sus películas 1, relacionada con la condición nómada de sus personajes, que efectivamente, no parecen nunca tener un anclaje espacial o físico (o afectivo) en donde situarse, sino que se encuentran a la deriva, yendo y viniendo, casi siempre dentro de una misma ciudad, sin un rumbo determinado en un divagar constante que será también narrativo.

El Zapato chino fue producido y rodado en plena dictadura militar, con un terrorismo de Estado avasallador, un campo audiovisual totalmente anulado y un estado de sospecha absoluto que obligó a Sánchez a desarrollar una poética propia y ambigua que ha mantenido, en escalas distintas, a lo largo de toda su filmografía. Desde ahí, que la modernidad rupturista y fundamental con la que trabaja Sánchez no obedece sólo a un voluntarismo estético, sino también a ciertas exigencias propias del contexto político del momento y que se traducen en sus filmes en modos de narrar muy novedosos, dejando en fuera de campo una amenaza, una latencia que amenaza al campo de manera sutil pero constante.

Los estudios de cine de Deleuze –siendo, por lo demás, el director un gran lector de este filósofo francés–, pueden ser muy útiles al momento de revisar la obra de Sánchez. Por ejemplo, la idea de la dispersión y el deambular de los personajes, que podemos percibir tanto en la imagen, en la narración, como en las historias del protagonista y los secundarios, que recorren el plano sin motivaciones evidentes e incluso, sin relación con el argumento que convoca el filme, intercambiando a los protagonistas que, como dice Deleuze, sin explicación concreta, pasan a ser secundarios 2.

El argumento (más o menos) sigue a Marlene, una joven que viene llegando a Santiago, de alguna provincia que no se nombra, el filme abre con ella dubitativamente mirando a cámara, mira hacia un lado y hacia el otro, mientras en off su voz enuncia una suerte de carta dirigida a su madrina. El filme abre y cierra con estos monólogos, acompañados por una melodía muy sutil que nos recuerda a la musicalización que hace Delarue en algunos filmes de Godard (El desprecio, por ejemplo). Godard influye no sólo en la música, también en un estado constante de ambigüedad, en las escenas de acción (disparos donde el receptor de las balas queda fuera de campo), hombres misteriosos y peligrosos (que nos remiten, evidentemente, a los miembros de la CNI que se dedicaban a perseguir y amonestar a la gente).

En el texto Sujeto, Violencia y repetición, Valeria de los Ríos cierra su ensayo con el siguiente texto: “En La imagen tiempo, publicado en 1985, Deleuze afirmaba que los cineastas más políticos de su tiempo eran Resnais y los Straubs. Curiosamente, no lo decía porque estos directores presentaran al “pueblo”, sino porque tenían la capacidad de mostrar a la gente lo que estaba ausente (The time-image 215). El zapato chino es, sin duda, una manera de presentar cinematográficamente una dimensión social fundamental como algo ausente, como un signo reprimido que como todo deseo, se manifiesta sintomáticamente a través de un regreso en forma de repetición” (De los Ríos, 163).

Esta relación anuncia el estado de latencia que prima en muchos largometrajes de Sánchez, un modo de decir sin decir realmente nada, desde la configuración e instalación de figuras anónimas cuyos actos no tienen consecuencias reales para la historia y que nos permiten establecer un vínculo potente con la política. Desde otra orilla, para hablar de Raúl Ruiz, Villalobos-Ruminot utiliza lo impolítico (concepto derivado de Esposito), escribe “cine político no militante y no documentalista, es decir, cine impolítico que se distingue de las corrientes más o menos características del cine contemporáneo con vocación de crítica social”. Posteriormente “lo que agruparía sus obras (la de Ruiz) en una constelación heterogénea, regida por el principio inclaudicable de la multiplicidad sería, entonces, su resistencia a subordinar el delirio de la imagen, su deriva constitutiva a algún presupuesto hermenéutico avalado en el principio aristotélico del conflicto central”(Villalobos Ruminot, 251).

Como Ruiz, Sánchez también trabaja desde la ausencia completa de un conflicto central, y a si mismo, desde la imagen delirante que da espacio a la apuesta por el absurdo, tejiendo desde ahí un relato sin rumbo. Rufinelli habla de personajes fuera de lugar, efectivamente porque son personajes en tránsito constante, pasajeros en tránsito: pasajeros de taxi, de habitaciones en casas, de moteles, de bares. Los lugares se suceden. Incluso la maleta de un auto pasa a conformar un lugar habitable. Ese mismo estado constante de movilidad se desplaza también a la narración. Las historias, los diálogos comienzan pero se dejan inconclusos, hay excesivos vacíos argumentales, los personajes carecen de motivaciones (o, como señala De los Ríos, la motivación de todos los personajes pasa a ser Marlene), un objeto del deseo de distintos personajes masculinos, un deseo sexual que nunca se concretiza. Marlene, a su vez, tiene un comportamiento infantil (más infantil, por ejemplo, que la niña de Los deseos concebidos).

La secuencia del motel es ejemplar en ese sentido, ejemplar e hilarante. Nano y Marlene van a un motel económico, esperan a que se desocupe una pieza. Piden una bebida y se acuestan en la cama. Ella se saca el sweater y conversan. Llega la cerveza, no la prueban. Ella cuenta una historia de gran habitación separada por muros livianos que no llegan hasta el techo. Ellos conversan, piden una bebida. De la pieza de al lado piden fósforos y Nano se los tira por sobre la muralla. Siguen conversando, ella cuenta una historia sobre la soledad. El administrador del hotel escucha desde el otro lado del muro. En total la visita al motel dura unos minutos, casi sin elipsis. Ellos no se tocan, tampoco prueban la Pilsen. Todo es normal, medio incómodo, bastante absurdo.

Volvamos a V. De los Ríos: “La alegoría política de Sánchez es propiamente cinematográfica, porque no obstante hace referencia a aquello que no vemos, está obligado a mostrar. Y lo que registra es un escenario familiar y extraño al mismo tiempo —siniestro, en definitiva—, que acentuado por una música singular, nos obliga a extrañarnos ante lo supuestamente cotidiano” (162).

La autora menciona el concepto de Freud que define un algo que de tan familiar se torna extraño, o que es justamente terrorífico por el modo en que imbrica lo conocido y lo desconocido. Cuando en el libro propusimos a Sánchez como un gran antecedente de lo centrífugo, escribimos: “Lo centrífugo, como cualidad de apertura, podría comprenderse en torno a esa dictadura contemporánea a sus historias, que son veladas mientras paralelamente abren la posibilidad de una lectura del relato. A partir de las pistas erráticas que tienden a la confusión, Sánchez configura perfectamente un mundo consecuente con la época que presenta. Así, la narración en off, en formato epistolar, de la protagonista del filme, no funciona tanto como contrapunto del argumento sino como de su puesta en obra” (Urrutia, 31).

Ese párrafo alude específicamente a la secuencia inicial del filme y lo postula como una suerte de síntesis de la película; dando cuenta de una relación con el contenido de la carta, con aquello que no se nombra (porque da pena, da vergüenza), elementos a su vez que se enuncian o se anticipan, pero jamás se concretan si son narrados en el resto de la película. Una disociación que se dará en distintos niveles en el filme (auditivo, narrativo) y que finalmente constituirán una suerte de eje que vertebrará este filme, pero también el estilo del Sánchez de los setenta y hasta la actualidad.

Bibliografía

De los Ríos, Valeria. Sujeto, Violencia y repetición. Nuevo texto crítico. Stanford, 2011.

Urrutia, Carolina. Un cine centrífugo. Santiago, Cuarto Propio, 2013.

Villalobos, Ruminot. Sergio. Soberanías en suspenso. Ediciones La Cebra, argentina, 2013.



Notas

1

Lamentablemente, antes de esa publicación la obra de Sánchez era poco conocida, tanto acá como en el extranjero. Luego de la publicación, en cambio, se hizo una retrospectiva en el BAFICI y posteriormente, varias muestras en Santiago que permitieron que el público tuviese más acceso a sus películas.

2

Ver capítulo final de La imagen movimiento: Estudios de cine. La crisis de la imagen acción.