Y las vacas vuelan, ópera prima de Fernando Lavanderosse instala como un importante antecedente del posteriormente llamado novísimo cine chileno; un filme que de alguna manera es una bisagra, un ejercicio anómalo para el año de su estreno, con una lógica sugerente y novedosa, que luego será replicada de diversos modos por el cine local más contemporáneo.

Son varios los elementos que podemos destacar en esta película. En primer lugar, la disposición de una mirada –en cierto sentido– antropológica. Hay una cámara que registra la ciudad de Santiago, sus calles y a sus transeúntes, algunos parques, museos, bares, y en simultaneo, oímos un monólogo off, perteneciente a Kai, un extranjero que en danés va divagando en torno a aquello que observa (y que en paralelo, como espectadores, también nosotros vamos observando). Se pregunta Kai “¿Qué hago aquí?, y ellos, ¿saben qué hacen aquí? ¿se vive por inercia o porque ya no queda otra?” Es una voz que va cavilando a la vez que las imágenes exhiben una ciudad invernal, gris y poblada por individuos taciturnos. El idioma extranjero convoca a una extrañeza, a la aparición de otro, que no es ya Kai, sino la sociedad ­–enmarcada en un tiempo muy específico– misma que se va configurando.

En segundo lugar, y muy ligado a esto, está el proyecto de realización una película. La trama sigue a Kai, que vino a Chile a hacer un cortometraje y durante unos diez minutos, en una secuencia bastante genial, Kai hace el casting. Le pregunta a jóvenes universitarias si ellas generalmente mienten (en general y a sus parejas), si quieren estar solas o en pareja. En un principio las preguntas las realiza el director, en off, luego desde el montaje, vemos sucederse a las mujeres a través de un recorrido que comienza preguntando por la mentira y termina concentrándose en la sociedad chilena, su moralidad, la institución de la familia y el matrimonio. Se suceden una quincena de mujeres. Algunas mienten y lo reconocen con orgullo o coquetería, otras no lo hacen por que no lo necesitan, otras lo hacen a veces e intentan justificarse ante la cámara. Finalmente cambia el punto de vista y nos detenemos en la chica escogida.

En ese punto el filme se va armando, y nunca comprendemos muy bien de qué se trata pues mantiene a lo largo del metraje una ambigüedad que no acaba de aclarase. Hay en la obra una constante “una puesta en abismo”, como categoría de películas que reflexionan en torno a si mismas, un ingrediente evidentemente posmoderno, en tanto cine dentro del cine, autorreflexividad.

El filme juega con una constante indecisión entre el documental y la ficción. O el falso documental y la idea de un falseo. El engaño funciona como premisa; efectivamente, esa es la pregunta que se hace en un inicio y que realiza el protagonista, en su extenso proceso de casting. Se utilizan los recursos y mecanismos del documental para contar una ficción, haciendo ilegibles ambos procedimientos: hay alguien mintiendo, alguien falseando la verdad.

Lavanderos se hace cargo –visualmente– de la idea de un malestar cultural, social, instalado en los chilenos. La representación que se escoge en torno al paisaje humano, a través de personajes que a primera vista, se ven excesivamente deprimidos, calles atiborradas de gente. La ciudad y sus recorridos. Los movimientos. Los tránsitos. La observación.

Y las vacas vuelan junto con el filme Sábado (Matías Bize) son importantes antecedentes del tipo de poética y narrativa que se instala en Chile desde el 2005. Las premisas son similares y el proceso de facturación parece bastante rupturistas para la época y el contexto de producción nacional en el que se instalan: hay una cámara que registra a un personaje que sabe que está siendo observado y, en ese recurso, logra poner en conflicto la relación entre narración y espectador que de pronto se encuentra en un lugar incómodo, inseguro, mentiroso. Son temas que retomarán de un modo radicalmente diferente después filmes como Mitómana y Manuel de Ribera.