José Luis Sepúlveda reconquista el margen, ese espacio transitado anteriormente con El Pejesapo (2008): el confín de Santiago, su límite, y lo hace nuevamente desde la toma de un lugar familiar, cotidiano pero a la vez inexplorado y prácticamente in-ocupable tanto por el cine chileno como por su espectador.

Si El Pejesapo aventuraba una visión poética entre fealdad y ambigüedad en tensión con una belleza nueva y rabiosa, con Mitómana los directores (esta vez dirigen Sepúlveda + Carolina Adriazola) alcanzan el mismo lugar –ubicado a un par de kilómetros de casi cualquier punto del gran Santiago- para apoderarse de él y capturarlo transfiriendo el relato a un no-tiempo y a un no-espacio.

Los lugares transitados parecen ser todos sitios de paso: la carretera, las calles de tierra por donde pasan los autos y también las vacas; los pasos peatonales sobre-nivel enrejados, donde abajo se esconde un auto policial para fiscalizar el vacío y el polvo, mientras los disparos se escuchan en otra parte. Como en el anterior largomentraje, este filme se hace cargo de una fractura que divide socialmente chile.

Detengámonos en un fragmento: un actriz (Paola Lattus, la protagonista –y una de las pocas actrices profesionales de la película– interpreta en el filme a una actriz que protagonizará una película que aún no se filma –en un ejercicio autorreflexivo; una puesta en abismo sin fondo aparente) se pone su vestuario de personaje (una bata blanca y pantalones celestes) va a trabajar a un consultorio y luego va a las casas a ayudar a la gente que no quiere ayuda. Violentamente los obliga a aceptar su ayuda. intenta insistentemente ingresar, de modo violento, en la casa de personas a las que no conoce y les exige –muy provocadoramente– la posibilidad, la oportunidad, de ayudarlos (limpiar el hogar, cuidar a los ancianos, cocinar). Cuando la expulsan de esas casas, la respuesta de los desconocidos (los dueños de casa) será con una violencia similar.

Como señaláramos en Un cine centrífugo, “Sepúlveda y Adriazola parecen enfatizar la imposibilidad de establecer cualquier objetividad al momento de hacerse cargo de la realidad. Su cine consiste en ir organizando recorridos que exhiben un paisaje desmantelado, que persiguen a un personaje igualmente arruinado. Seguimos, junto a la cámara, a un sujeto que se mueve con inercia, sin buscar algo, a la vez que constantemente parece ir buscando algo. No nos importa tanto el “algo” como la exhibición de esa trayectoria que establece, sin definir los lineamientos de un relato edificante”. (Urrutia, 69)

La película avanza mentirosamente (mitómanamente), y no es más real porque sus locaciones sean existentes o porque la pobreza que muestra sea innegable; no es una actualización del neorrealismo en el Chile del 2010, ni siquiera queda claro que exista –siguiendo con la lógica de realismo descentrado que plantea el filme- efectivamente un Chile del 2010. Es mitómana porque es cine que desprecia al cine mientras hace uno que nos grita en la cara se trata de una película que nadie quiere ver.

Este imaginario real pero ficticio, no retratado en ninguna parte, nos lleva a ese lugar vaciado que entrevemos rápidamente desde una carretera por donde avanzamos en otro cine chileno, uno que claramente los directores desechan. El cine, como vehículo de exploración de lo real desarticula acá todos sus códigos y da cuenta de un dispositivo insuficiente para mostrar la complejidad del presente aunque paralelamente sea intransferible a éste.

Hacia el final del metraje una niña de 12 años emprende un nuevo recorrido con la actriz –no ya el personaje- de la película, como anulando el que ya hicimos. Y cuando caminan, para llegar al retén sin pacos de la población sin ley –y por supuesto sin orden- ese recorrido urbano se convierte en uno cinéfilo. Entonces, cuando la niña le dice (nos dice) a la actriz “yo actúo mejor que ti. Vos erís más cuica, a ti te daban todo en la boca(…) Tú erís una pecadora mentirosa conchaetumadre” y la cámara comienza un travelling desaforado por terrenos llenos de basura, un travelling destacado por un rock metal ruidoso, en una poética de la ruina, nos convertimos en espectadores no de una película sino de muchas películas. Y nos trasladamos a otra época, otra guerra, otros ideales registrados en otras claves y poéticas. “Lo he visto todo en Hiroshima” decía ese otro personaje-actriz al comienzo de Hiroshima mon amour de Alain Resnais en 1959, y su amante, al igual que hace ahora la niña en Mitómana, le respondía: “No has visto nada. Nada”.

Bibliografía

Urrutia, Carolina. Un cine centrífugo. Ficciones chilenas 2005 - 2010. Santiago, Cuarto Propio, 2013.