El campo chileno no ha sido una trama suficientemente explorada en el cine nacional. En Huacho, la representación que hace Alejandro Fernández es interesante; lo muestra como un espacio estancado, que se quedó formando parte de lo viejo, lo rural, lo tradicional y lo no tecnológico. La ciudad, en cambio, es el paisaje que alberga al hombre moderno. Ambos escenarios, campo y ciudad, están presentes en Huacho. Para encarnar la distancia entre ambos paisajes, el director propone la utilización de actores no profesionales, resistiendo el artificio y buscando un realismo más que una representación, o más bien, la idea de desplegar visualmente la tensión entre el mundo de los jóvenes y el de los viejos, de lo rural y lo urbano, a través de un paisaje que parece mantenerse igual mientras alrededor todo va cambiando vertiginosamente.

La película está dividida en cuatro partes y en cada una de ellas se sigue a un personaje en su profunda cotidianeidad, enfatizando el modo en que cada uno de los protagonistas (abuelo, abuela, hija y nieto) van encontrándose con un tiempo que avanza a una velocidad mucho mayor de la que ellos mismos jamás podrán alcanzar.

En este trayecto –que obedece a una poética del seguimiento, de una cámara que acecha insistentemente a los personajes en sus travesías que emprenden los personajes, de sus ritmos– los sujetos mayores (el abuelo y la abuela) se quedan en el campo y realizan los trabajos que saben hacer, pues los han realizado por años, lidiando cada uno de ellos con sus propios problemas. En estas secuencias, la mirada se centra en aquellos eventos que forman parte de la agobiante rutina de los protagonistas: observamos la dificultad y al mismo tiempo, la costumbre con que realizan su respectivas labores. Pero en el caso de los sujetos más jóvenes, el panorama cambia. Tanto la madre (de alrededor de 35 años), como su hijo (10 u 11 años), quieren –y deben– asistir a una modernidad donde la globalización se extiende de un modo completamente inaccesible. Los personajes se sienten atrapados en una red de deseos: la madre quiere un vestido, lo compra pero debe devolverlo a la multitienda donde lo adquirió para pagar la cuenta de la electricidad; el niño quiere jugar con el gameboy de su compañero de curso, pero pierde el puesto que había conseguido para utilizar el aparato. En estas dinámicas se encuentran atrapados la madre y su hijo, entre el deseo y la constante no satisfacción de éste.

El filme avanza utilizando una cámara que es, a su vez, central para la articulación de las historias. Los planos se instalan como sobre-encuadres (de nucas, hombros, cuello) o también como encuadres cerrados donde vemos porciones de piel, de sudor y, desde ahí, el calor, el cansancio.

Lo visible en un espacio que se intuye y vislumbra agreste, son los cuerpos. La cámara se apega al cuerpo y a los rostros; cansados y desencantados, profundamente frustrados, el resto pasa a segundo plano, es una mancha que rodea al cuerpo del personaje. Al ser tanto los personajes como los escenarios (colegio, casa, carretera) reales, el director logra cierta familiaridad (para el espectador local) en la apuesta de otro en nuestro propio paisaje. Fernández se preocupa de la visualidad, de la articulación del plano, los encuadres, la fotografía para ir organizando una potente reflexión sobre la sociedad contemporánea y los cambios económicos, políticos, culturales de inicios del siglo a partir de estos no-actores que se encuentras atrapados bajos los poderes de una política que juega con ellos como si fuesen simples piezas de un puzle.