Desde que volvimos a la democracia en los años 90 la sociedad chilena ha vivido una serie de cambios de los cuales el cine no ha podido quedarse a un lado. Los nuevos gobiernos que han impulsado reformas, apertura internacional e ideales por un Chile mejor, han dejado a una sociedad que vivió más de 15 años bajo opresión militar, con el sabor amargo de la alegría que nunca llegó. Desde miradas puestas en personajes deambulantes, sumidos en una depresión que les llega al cuerpo y que extrapolan a un paisaje comúnmente urbano, el cine chileno de transición y el ya inserto en los 2000 ha tratado de demostrar este continuo malestar con individuos que buscan una razón de ser dentro de sus pequeños mundos. En este recorrido cinematográfico nos encontramos con historias principalmente contadas en espacios urbanos y, por qué no decirlo, centralistas, con una mirada de lo provincial como un paisaje y espacio de retiro para seres sin rumbo.

Desde el 2008 se vislumbra un nuevo respiro dado por los primeros atisbos del cine contemporáneo chileno con películas que se acercan a mundos rurales desde otra perspectiva,tales como El cielo la tierra y la lluvia (2008) de José Luis Torres Leiva y Huacho (2009) de Alejandro Fernández. Estas películas y, más aún estos directores, traen historias del sur del país donde la ruralidad se muestra en puestas en escenas donde los desplazamientos dentro de vastos paisajes son el centro de atención de una cámara vigilante, especialmente en la obra de Torres Leiva. Es este director el que nos presenta personajes sin mucho conflicto aparente, lo que contrasta con la propuesta de Fernández que sí se acerca a las intimidades de esa familia campesina, en el que el desplazamiento campo/ciudad permanece presente en toda la película, recalcando esta pugna con la modernidad, algo que en El cielo la tierra y la lluvia pareciera desaparecer ante un paisaje rural que se hace más potente que el mismo conflicto.

Avanzados los años, nuevas formas de acercarse a la realidad nacional desde lo social fuera de las urbes aparecen en filmes como El verano de los peces voladores (2013) de Marcela Said, Matar a un hombre (2014) de Alejandro Fernández y Sin Norte (2015) de Fernando Lavanderos. Estas películas cuentan historias basadas en hechos reales que han sido de alguna forma u otra mediatizados, tales como ocurre en el filme de Said que trata sobre el conflicto mapuche desde la mirada de una joven capitalina de clase alta que aparece como una turista con ansias de pertenecer al lugar y a ese pueblo, pero que finalmente solo vaga siendo una testigo más. Fernández en esta obra se inspira en un caso que realmente ocurrió, mientras juega con las injusticias sociales y la venganza de un hombre minimizado por el sistema en un sector del país que se ve alejado de un centro institucional y urbano en el que probablemente las cosas sí funcionan. Sin Norte, por su parte, que, a pesar de no ser una historia basada en sucesos reales, presenta elementos y mini-narrativas contadas por sujetos reales, casi con una subestructura documental instalado en un espacio de constantes conflictos con el espacio nortino inhóspito que esconde personajes que son bastante más que eso: personas reales que quedaron siempre fuera del ojo capitalino.

El creciente interés por dar a conocer historias de alcance nacional, en una búsqueda por generar una unión o por atraer al público a lugares comunes para el resto del país que no es Santiago (sin mencionar el financiamiento de fondos nacionales que incentivan el trabajo audiovisual en regiones, lo cual lo hace más tentador), ha hecho que cada vez más películas sean realizadas desde una temática de provincia, y más allá, desde lo rural. Sin embargo, este creciente interés ha hecho cuestionarnos qué queremos y haremos ver de nuestro país, si una mirada de turista, una visión exotizante del campo chileno o envolvernos en la vida de gente que probablemente sea casi la mitad del país. Películas como las comentadas serán analizadas en la posición de un aporte a la creación de una nueva mirada a la realidad nacional desde las mismas personas, sus problemáticas sociales y su conexión con el entorno geográfico.

El lugareño y el afuerino: desplazamientos

El desplazamiento de los personajes en un espacio determinado como recurso de puesta en escena ha sido una constante en las películas del novísimo cine chileno, siendo un punto de encuentro el paisaje y el territorio, los cuales funcionan como ejes de movilidad que adquieren ya un protagonismo propio más allá de un simple escenario (Urrutia, pág 90, 2013). Esta lógica de la movilidad se hace presente en personajes que usualmente recorren la ciudad o espacios urbanos los que a su vez usan como parte de ellos mismos; la arquitectura del entorno, plenamente modernizada y desnaturalizada en sus formas, termina por ser la alegoría del hombre moderno sin identidad, dislocado de su esencia humana social. Los filmes del novísimo nos muestran como la vida en la ciudad ha generado individuos llenos de temores, iras y desapegos, quienes buscan siempre un tacto cálido en el otro. Este espacio urbano en cambio constante, en construcción, gira entorno a personajes sin rumbo que se deslizan por entre sus muros de concreto, sus calles vacías y rincones sin personalidad (pág. 93). Sin embargo, cuando hablamos de un ambiente rural, el espacio tanto como los personajes, cambian, y con ello, cambia también la forma de habitar el paisaje y de vivir en comunidad. En el espacio rural el cambio se percibe de modos más lentos, donde la misma naturaleza con sus movimientos estacionarios forjan el trabajo y las relaciones humanas, sin tener una presencia constante de “construcción” en concreto (del material) que hacen levantar torres entre los escombros y que con su ruido empequeñecen al hombre y su andar. Las películas de Said (2013), Lavanderos (2015) y Torres Leiva (2009) respectivamente entienden el espacio y los desplazamientos de diferentes formas, pero dentro de una lógica de tierra lejana como escape y liberación de sus emociones de una forma bastante humana, pero no por eso menos centralista. Los protagonistas caminan en una especie de aventura de (re)encuentros consigo mismos, lo cual es logrado gracias a la interacción con el paisaje y, en el caso de dos de estas películas, con sus habitantes nativos.

En la película de Marcela Said, realizada el año 2013, El verano de los peces voladores, se muestra una familia santiaguina de clase alta que cada verano llega a residir a su casa en terrenos mapuches, donde el conflicto permanece tanto fuera como dentro de los cercos eléctricos de la casa. La familia, escapando de sus rutinas santiaguinas, se inserta en un espacio donde la intención es reconectarse con los paisajes y la naturaleza, cosa que solo ocurre realmente en los niños del hogar y en la hija mayor de la familia, Manena. La joven, quien protagoniza la película, trata de conectarse al espacio natural que la rodea y, a su vez, con los mismos lugareños, entre ellos Carlos, con quien logra una conexión romántica. Sin embargo, ella vuelve continuamente a su rutina familiar que la vuelve a sumergir en una atmósfera de indiferencia y crueldad. La historia de Manena en sí es bastante moralizante, pero no es menor el esfuerzo por revisar la mirada estereotipada que logra tener el capitalino respecto a los habitantes de zonas alejadas del país (o indígenas derechamente), que el cine, quiera o no, sigue replicando. Y respecto a esa actitud moralizante es que Gallardo en su texto “Elementos para una antropología del cine: los nativos en el cine de ficción de Chile” (2008) revisa la mirada que ha puesto el cine chileno de ficción durante todo el siglo XX en adelante acerca de los nativos. Esta visión suele ser desde una perspectiva exotizante (vestimentas clásicas en personajes sumamente característicos) que buscan crear una imagen de lo que es o debe ser el indígena. Tal como menciona, el nativo es mostrado en reiteradas películas como un ser mucho más desarrollado moralmente que el personaje de una clase dominante como la “chilena” capitalista (pág. 322). El nativo es caracterizado como un ser exótico, distinto, el “otro” separado totalmente del civilizado, en quien reinan las malas costumbres, pero que sigue siendo el “nosotros”. El film de Said nos presenta a dos personajes de distintos mundos, nos mantiene como espectadores en la espera por una unión de sus cuerpos, la cual se hace eterna, para finalmente nunca concretar. Esta reunión pareciera ser una necesidad para ella quien busca en él una redención moral ante un joven que tiene en su piel las marcas de la tierra mapuche y todo lo que conlleva nacer y vivir ahí. Es aquí donde el espacio habitado los diferencia: Carlos tiene una vida arraigada a al Wallmapu, el cual que transcurre en conflicto continuo entre los “nativos” y la fuerza institucional y empresarial; en cambio Manena solo está ahí en busca de un contacto sensual de carácter exótico, que luego comprende como una necesidad para diferenciarse de su clan familiar (el cual es culpable de desatar guerrillas con el pueblo aledaño). Así es como Manena es mostrada continuamente caminando por amplios bosques y estática en medio de la bruma matutina de la laguna, para terminar la película con ella desnuda en el agua de un riachuelo, como un guiño al cuadro “Ofelia” de Millais (1852). Esta última escena retorna a la protagonista a la tierra en un cierre de gran belleza en el que la joven se muestra en su naturaleza resignada a sus días de exploradora que pronto acabarán.

En el caso de Sin Norte (2015), largometraje de Lavanderos, la película recorre las carreteras del norte del país con un personaje, Esteban, en busca de su expareja que se ha ido sola en un viaje espiritual. Esteban sigue sus pasos gracias a los registros que ella sube a un sistema en línea que él puede ver a través de un Tablet. La película en varias partes parece perder la línea narrativa central para adentrarse en un estilo documental en la vida de varios personajes lugareños que el protagonista va encontrando en su viaje. La cámara y el protagonista adquieren una función de reportear los problemas que aquejan a los habitantes del Norte del país, que luego dejan para seguir la aventura. La carretera se transforma en el punto de anclaje de las distintas mini-historias que vamos conociendo como espectadores en la película, siendo la 5 Norte un personaje más con sus autos, sus accidentes y su noche, la que contiene los miedos, las mentiras, las frustraciones y los anhelos del protagonista. La carretera cambiante se hace obstáculo en su soledad, pero también se hace hogar para otros, como es el caso de una mujer sumida en la drogadicción que vive a un costado de ella y que antes había tenido una conexión profunda con la ex del protagonista. Las vidas de estas solitarias personas que Esteban va encontrando en su camino se diferencian de él simplemente por ese desplazamiento: Esteban pasa, ellos quedan. A pesar de darle voz a personas que probablemente nunca han sido realmente escuchados, se genera un ejercicio de humanitarismo extraño al dejarlos en un popurrí de experiencias contadas al alero de una búsqueda personal.

Las playas en Sin Norte (2015) que continuamente aparecen de mar y arena extendida hasta los mismos salares y que recubren el espacio sin dar tregua a nadie, tiñen de azul y amarillo el paisaje recorrido por ambos cuerpos solitarios que arrancan de la gran ciudad grisácea. Finalmente, ambos personajes terminan en un escape de sus propios miedos en busca de algo que los haga sentir mejor en esos parajes solitarios. Recorren, tratan de llegar, pero nunca llegan a ese punto que esperan encontrar. Aún así el paisaje transforma, Esteban pareciera conectar de otra forma con su entorno, algo que lo devuelve en sí mismo, lo derrumba, pero lo saca a flote nuevamente. A pesar de no lograr una conexión muy profunda con aquella gente o esos espacios que lo dejan solo, hay algo en ellos que tratan de enseñarle. El lugareño se levanta en este caso desde la mimetización con el espacio, se ven teñidos de ese mismo mundo en sus ropajes, en su andar y hablar. Nuevamente vemos una mirada moralizante del “nativo”, sin embargo, esto no ocurre con todos los personajes que aparecen: algunos solo viven su vida, no muy distinta a la del capitalino. Otros, como el hombre que se va a vivir a la playa solo, arrancan de igual forma en busca de amplitud, tal como Isabel, la ex de Esteban, lo hace. Pareciera que hasta para el lugareño, el paisaje le da cierta libertad.

Volviendo al sur, la película El cielo, la tierra y la lluvia del 2009 muestra a personajes conectados de una forma muy especial al paisaje, en el que parecieran formar parte de él, de una forma bastante más ficcionada y poética que las películas anteriores. Encuadres sumamente amplios, con personas pequeñas que casi se pierden en el entorno, muestran una vida en la isla donde solo un ferry los conecta al continente. Espacio apartado de la civilización, los servicios básicos funcionan solo de vez en cuando, a medias, tanto como sus mismos cuerpos deprimidos que caminan con un rumbo, pero sin apuro. No hay conflicto, o sí los hay podrían llamarse mini-conflictos: la vida pasa, se contempla y el tiempo hace al espacio. El espacio rural deja de ser idealizado y se insiste constantemente en sus formas, en la estética fría que recoge del mar y parece hacer del paisaje un personaje más con sus cambios y eventos (Urrutia, 2013, pág. 113). La mirada de la cámara como narrador nos aleja de vez en cuando de los personajes para insertarse en el paisaje lentamente con otra perspectiva. Los personajes recorren los espacios, se mueven en territorios abiertos, extensos, olvidando completamente el resto del mundo, porque este es solo el mundo posible por existir. Una película sin conflictos, sin historia, retratista y contempladora que recae en las bases de una ruralidad sureña en que la lluvia es la regente del tiempo con personajes en el que sus desplazamientos ocurren dentro de ese pequeño mundo, nunca salen de él ni reciben visitas de “afuera”.

Modernizaciones y abandono

Hablar de lo rural implica hablar muchas veces de lo marginal, en especial en un Chile en vías de desarrollo y de vasto territorio. González en su estudio “Nuevos imaginarios de la ruralidad en Chile” (2005) habla de la modernización en áreas rurales como un rol integrador especialmente en la integración de tecnologías, como algo positivo y de carácter irrenunciable (pág. 17). La modernización supone un mejoramiento en la calidad de vida, lo cual vemos como un objetivo en tensión en películas como Huacho (2009) y Matar a un hombre (2014), ambas de Fernández.

En ambas películas vemos tocar desde dos perspectivas la modernización en sectores rurales del país. En Huacho la temática está muy presente en la vida de esta familia de campo, donde el corte de luz marca un primer indicio. Tal como menciona Romero la nueva ruralidad es marcada por la pluriactividad (pág. 21) la cual consiste en la realización de diversos trabajos en las zonas rurales, esto debido a los cambios generados por la globalización que han transformado los antiguos trabajo agrícolas estacionarios en otros ligados a industrias y servicios que fomentan la estabilidad económica del núcleo familiar, clave en la toma de decisiones productivas del medio rural (pág. 22) En la película os abuelos de la familia trabajan en las labores ligadas a la tierra, las más tradicionales que aún mantienen a los adultos mayores de los sectores rurales. La abuela vende los quesos realizados por una vecina y su esposo trabaja en un predio con labores de carga, en cambio su hija trabaja en un restaurant familiar del sector como cocinera, lo cual la liga a estas nuevas actividades que se han generado en el medio rural chileno, pero se mantienen sesgadas a ese espacio. Las historias de esta mujer y su hijo, son clara muestra de la búsqueda por una vida moderna, consumista que persigue las nuevas tecnologías de las cuales el mundo rural es precario: ella viaja en micro a Chillán a comprar un vestido en el mall siendo que debía pagar la luz; su hijo busca todo el día jugar con la consola de videojuegos de su compañero, lo cual lo mantiene distraído de sus clases. Las modernizaciones son mostradas como un factor que lleva consigo la discriminación a quien no ha llegado a cumplir con ese requisito de obtención de materiales, como en el caso del niño quien es aislado en el recreo y continuamente llamado huaso por no pertenecer a la ciudad como ellos. Se muestra a la madre ocupar su vestido antes de ser llevado a su devolución, aprovechando esos pequeños instantes de uso en los cuales es elogiada por llevarlo, hasta que llega al mall y se desprende de él en uno de los baños públicos. Se hace así potente la puesta en escena de ella con su vestido nuevo trapeando el suelo de la hostería, dándole comida a las gallinas en contraste a la imagen de ella caminando por las calles de Chillán, sudada y con el pelo desordenado, pero siempre con su vestido nuevo, adquisición amada que debe abandonar por el bien de su familia. Finalmente, ambas historias, la madre y el hijo, se encuentran en la micro de vuelta al pueblo, donde ambos mienten acerca de lo que han estado haciendo, con vergüenza de que sus acciones los hayan llevado a eso. Esta escena cierra con un hermoso momento en que ambos se abrazan en la micro atochada de gente, como en un trance nostálgico por la pérdida de sus mercancías, las cuales fueron suplidas de alguna forma: ella usando el vestido y él jugando en un local.

Al contrario de las historias vividas por la madre y el hijo, desde el día a día de los abuelos de la familia vemos la perspectiva de quienes permanecen en el campo y deben convivir con sus virtudes y carencias. El abuelo parece estar orgulloso con lo que hace y en paz con su vida en el campo, cortando leña y viviendo al sol en paisajes amplios y silenciosos, donde un pequeño grillo sonando, hace del día algo distinto. Vive historias y las cuenta a quien se cruce en su camino, pero sufre también con los problemas que su familia vive y las cosas materiales que él no les ha podido dar. En cambio, la mujer, la abuela, sale a vender unos quesos a la carretera donde entra en contacto con los nuevos residentes y turistas de la zona en un intento por adaptarse a las nuevas formas de vida para poder dar sustento al hogar de alguna u otra forma. Ellos representan a quienes quedan en el campo apartados de la modernización que traen consigo las ciudades más grandes de las regiones, viven un ritmo de vida mucho más lento, más contemplativo y en contacto directo con la tierra, lo cual se aprecia en el modo de presentarse en la película con escenas mucho más lentas y de menos diálogo, con largas esperas y de planos amplios, en cambio a los jóvenes la vida en la ciudad los apura, los hace correr y la cámara se vuelve más caótica y agitada.

En el otro filme de Fernández, Matar a un hombre, se muestra otra mirada de la modernización: la que trae aspectos negativos. Una familia que ha vivido desde hace mucho tiempo en una población tranquila de un pueblo de la sexta región, sin embargo, el espacio cambia radicalmente con la llegada de departamentos que traen consigo familias con costumbres distintas a las de ellos, y gente que termina por amenazar y violentar a la familia directamente. El continuo desinterés de los organismos estatales que supuestamente velan por la gente da otro vuelco en la historia, donde el padre debe ingeniárselas para él solo proteger a su familia: mata al hombre. El choque narrativo y visual entre lo que ocurre en el pueblo con carabineros y la fiscalía versus a sus actividades en el campo que él cuida, terminan hablando del abandono de la sociedad rural, la cual se hace una realidad con la que se debe combatir con las propias manos, terminando con las esperanzas de un amparo real por parte del Estado. El padre de la familia mata al hombre, pero a pesar de esto, la familia igualmente lo abandona, sin saber que él se ha enfrentado al problema. El hombre, así, solo, se deja deambular por moteles, bares y el terreno donde corta árboles, donde encuentra algo de escape y donde su animalidad natural se encuentra con su violencia reprimida.

La vida de un hombre “de bien” que le cuesta reaccionar ante el torbellino que azota a su familia se plasma en una puesta en escena pasiva, con planos generales y medios que nos dejan a nosotros como espectadores observando la caída de un personaje maquinado por el miedo a enfrentar su propio actuar. A pesar de que la mayor parte de las escenas contemplan una cámara fija que permite el “sentarse a observar” (Urrutia, 2013, pág. 47) y dejan al protagonista desnudo en su desesperación, entramos a conocer su mundo en situaciones extremas que tiñen la película de una impotencia latente que necesita estallar ante la quietud de un personaje al que la vida le ha dado un vuelco total. Así es como el espacio rural cobra vida en medio de los temores del protagonista: el bosque aparece como el lugar de retiro de este hombre, lugar donde trabaja pero que a la vez hace aparecer su naturaleza vengativa. El protagonista en la primera escena es rodeado por el follaje, viéndose a él pequeño como una silueta al fondo, formando parte de la naturaleza. El bosque es el espacio donde no hay leyes, donde la justicia se paga con sangre y la institución no puede acecharlo, ya que solo rigen las reglas del hombre. Es así como la naturaleza termina siendo encubridora de su delito y a la vez una potenciadora de la bestialidad que esconde el protagonista. La naturaleza como escape vuelve a ser un tema en esta película, pero finalmente muestra que hasta ella ha sido dominada por el hombre: el mar devuelve al muerto y el protagonista termina por entregarse a la justicia.

En el análisis de este cine chileno contemporáneo encontramos diversas películas que hablan sobre lo rural con distintos acercamientos, desde la utilización del espacio a la representación de personajes tanto que habitan el paisaje como otros que llegan a explorarlo. Cualquiera sea la perspectiva, podemos apreciar diversos puntos en común. Tenemos como primer alcance la necesidad por mostrar el espacio como parte importante dentro de la narrativa y el tratamiento, donde la naturaleza cumple el rol de encarnar el mundo interno de los personajes, ya sea en la violencia de Matar a un hombre, como en la inactividad de El cielo, la tierra y la lluvia. Sea cual fuere su forma de actuar, el paisaje pasa a ser algo más que eso, dando un sentido al viaje necesariamente transcurrido en cada uno de los personajes. Este acercamiento al espacio se hace especialmente en este tipo de películas, donde los directores miran con cierto encanto el mundo rural, o en general cualquiera fuera del espacio común de la capital. Aun cuando tengamos en la lista a dos directores de provincia, ver con ojos curiosos el paisaje pasa a ser un imperante en la realización de este tipo de películas, lo cual lo hace un gran punto en común, desde una exploración casi documental de los paisajes naturales a un tratamiento fotográfico y de puesta en escena sumamente preciso. Pareciera ser que en un mundo sumamente modernizado y en un país en vías de desarrollo como Chile, existe una especial atención por desentrañar los espacios de los lugares más alejados del centro del país en una búsqueda por probablemente, lograr entender a su gente y las estéticas del paisaje rural, el cual está a punto de desaparecer.

No deja de llamar la atención la forma en que se comportan los personajes de estas películas. Algunas de estas películas más naturalistas como Huacho, Matar a un hombre y El verano de los peces voladores tratan a personajes más realistas con problemáticas sociales que no les permiten avanzar dentro de este mundo moderno, con las oportunidades propias que se viven en las urbes grandes. Un niño que no puede jugar videojuegos por ser huaso se equipara al abandono de las familias mapuche y del padre de familia que no tiene un apoyo del Estado. Cada una de estas historias nos habla de una realidad que se vive hoy, pero que muestra la necesidad de la inclusión real de estos sectores a la agenda social del país. En el caso de las otras películas como Sin Norte y El cielo, la tierra y la lluvia, los personajes aparecen como representaciones estéticas de este mundo. En El cielo, la tierra y la lluvia los personajes demuestran una depresión continua desde sus posiciones y sus gestualidades, con un malestar llevado en la espalda que les da un peso extra a sus cuerpos. Sin Norte pareciera un caso especial, sin embargo, a pesar de traer personas reales que interactúan con dos personajes ficticios, aparecen como luces diversas que dan un contrapunto al paisaje: las vivencias de cada uno son expresadas en sus modos y sus costumbres, desde un travesti hasta los abuelos que le dan alojo a Esteban en su casa. Lo especial de ellos es que en su conjunto son un retrato social del Norte del país, pero casi desde un realismo mágico, donde las personas y sus vidas entran en tensión con los personajes ficticios que buscan un rumbo de vida. La mirada de estas tres películas no deja de ser menos exotizante, especialmente en la última en la cual el turisteo se hace muy presente (como crítica o no), sin embargo, se acercan a una representación narrativa a modos de vida que probablemente, si no fueran puestos en tal tensión, no serían comprendidos.

El rumbo que han tomado últimamente las realizaciones cinematográficas chilenas respecto a la realidad rural del país debe seguir adelante, ya sea en la cantidad de producciones como en la representación de tales mundos. La curiosidad antropológica de algunos directores parece venir bien a la visibilización de conflictos y realidades que escapan a la cotidianeidad de un país sumamente centralista, ya que parece una necesidad hacerlo hoy. Sin embargo, se debe tener cuidado con la exotización y la fetichización de lo rural como algo “costumbrista” en servicio del consumo. Esto daña completamente las formas de vida de miles de personas y simplifican hasta la idealización un mundo mucho más complejo, esto tomado también en base al estudio de González respecto a la visión del Estado y la sociedad moderna sobre las nuevas ruralidades en Chile (pág. 23). Es muy fácil que ocurra esto en un país en vías de desarrollo que ha acelerado la “modernización” a un punto en que ha olvidado sus bases y profundidades que albergan los espacios rurales y naturales. La imagen postal es el peor enemigo en cualquier realización cinematográfica, pero es muy fácil caer en ella cuando hablamos de espacios rurales, peor aun cuando se folclorizan las vidas de las personas.

Bibliografía

Gallardo, Francisco. (2008). “Elementos para una antropología del cine: los nativos en el cine de ficción de chile”. Chungará (Arica), 40 (especial), 317-325. https://dx.doi.org/10.4067/S0717-73562008000300008

González, Sergio. (2005). “Nuevos imaginarios de la ruralidad en Chile”. Revista chilena de antropología Vol. 18 (2005/2006). p.9. Santiago: Departamento de Antropología, Facultad de Filosofía, Humanidades y Educación, Un.

Romero, Juan. (2012). “Lo rural y la ruralidad en América Latina: categorías conceptuales en debate”. Psicoperspectivas, 11(1), 8-31. https://dx.doi.org/10.5027/psicoperspectivas-Vol11-Issue1-fulltext-176

Urrutia, Carolina. (2013). “Un cine centrífugo: ficciones chilenas 2005-2010”. Santiago: Cuarto Propio.