La casa en donde ocurre la acción (ubicada en el sector de La Boca, en la Región de O´Higgins) es un centro de retiro y meditación, o al menos eso dice el discurso oficial. Lo cierto es que los miembros de este forzado club no tienen fecha para salir. La relativa paz en la que viven (entretenida por algunas licencias que se dan, como apostar y beber) es interrumpida cuando arriba un nuevo miembro: el padre Lazcano (José Soza). El religioso no durará mucho en la historia, pues tras sus pasos llega el perturbado Sandokan (Roberto Farías), personaje drogadicto y borracho que acusa al recién llegado de haberlo violado reiteradamente cuando chico. Tensa escena que termina con Lazcano suicidándose.

Los curas rezan de forma automática todos los avemarías que hay que rezar. Inventan rápidamente una historia para ocultar los hechos ante la policía (no les fue difícil, claramente están acostumbrados). Limpian los restos de Lazcano, entierran al cuerpo, y hacen como si nada hubiese ocurrido. Pero el hecho apresura la llegada del padre García (Marcelo Alonso), sicólogo jesuita que llega con la misión de cerrar esa casa, para lo cual primero deberá entrevistar a cada uno de sus miembros. Así, la llegada de García y Sandokan los obligará a enfrentar sus más oscuros demonios.

Este es el punto de arranque de El Club, de Pablo Larraín. Un club cuyos miembros son prisioneros procesados no por la justicia civil, sino que la eclesiástica. Con todos los códigos y restricciones que ello implica.

Son cuatro curas, más una monja. Cada personaje es la encarnación de alguno de los crímenes más bullados de la iglesia: la pedofilia, la complicidad con la dictadura, el maltrato infantil y las adopciones irregulares de guaguas. Pecados que representan de forma no sutil, sino que bastante explícita.

El padre Vidal (interpretado por Alfredo Castro, actor fetiche de Larraín que, nuevamente, se roba buena parte de la película) busca en los perros el sustituto a los niños en su desesperada necesidad de cariño y afecto humano. Su homosexualidad salta a la vista, y será un tema constante a lo largo del film. El padre Silva (Jaime Vadell), tiene la misma soberbia y prepotencia de un militar encerrado en Punta Peuco. Su hobby no es otro que mantener una huerta en el patio de la casa. La imagen de él excavando es una buena metáfora de los soldados que alguna vez buscaron esconder secretos y restos humanos bajo tierra. Hacia el final del film, la secuencia en que decapita de forma brutal a un galgo con una picota, tiene fuertes reminiscencias de esas torturas.

Su fría ejecución dista de otra que le tocó realizar a la hermana Mónica (Antonia Zegers): asfixiando al animal con una bolsa. Para lo cual, la hermana mantuvo al galgo pegado a su pecho a lo largo de su terrible agonía. La hermana Mónica está en la casa por haber golpeado a su hija adoptiva. Tras su fachada de religiosa sonriente y ordenada, esconde a una mujer para la cual entre el cariño y la violencia hay sólo un paso de diferencia. Su forma obsesiva de trapear el piso, en especial cuando debe limpiar la sangre del padre Lazcano, delinea un cuadro bastante explícito: su función en esa casa es la de limpiar los pecados de los demás.

El del padre Ortega (Alejandro Sieveking) pareciera ser el crimen menos terrible de estos prisioneros. Al igual que el padre Joanon en que parece estar inspirado, se siente complacido con las vidas que salvó, y las familias que ayudó a construir. De forma irregular, claro. Quizás por eso es el único que se da el lujo de reír a carcajadas en el film, cuando le preguntan si se arrepiente. Por supuesto que es una risa inquietante, tragicómica.

El papel más enigmático es el del padre Ramírez (Alejandro Sieveking), octogenario con alzhéimer cuyo crimen es tan viejo que nadie recuerda cuál es. Lo único que se sabe es que llegó allí a fines de los ´60. No tiene nada que ver con la dictadura, quizás tampoco con pedofilia. A grandes rasgos pareciera ser un personaje cómico, para aliviar las tensiones de esta auténtica olla a presión. Pero su presencia puede también justificarse para recordarnos algo importante: los crímenes de la iglesia no son nuevos, siempre han estado. Y la institución suele tener éxito en borrarlos de la memoria histórica.

Todos los personajes tienen algo en común: nadie se arrepiente de nada. Todos sacan los argumentos más irrisorios y cuestionables para defender su actuar. Se sienten emisarios de Cristo, con la autoridad para legislar ellos mismos en la tierra. Decían que Dios los iba a perdonar a todos en el cielo y pervirtieron parte importante de lo que la iglesia les enseñó, tal como podemos ver cuando, en un arranque de borrachera, el personaje de Goic exclama “¡Yo soy la iglesia!”.

Larraín, en este film, hace una crítica feroz a la Iglesia Católica. Los temas más típicos de su cinematografía, la desigualdad, el clasismo, la pobreza, la dictadura, y las disfunciones sexuales, no podían faltar. Los diálogos son punzantes e irónicos, con un tono oscuro que regresa a los tiempos de Tony Manero (2008), plagados de improperios y amenazas. Distinguiéndose de El Bosque de Karadima (2015), que se concentró en mostrar las imágenes más fuertes de su historia, Larraín se basó en el uso de la palabra para delinear un cuadro mucho más global. Uno de delirio, locura, perversión, sufrimiento, represión, y heridas abiertas.

El magistral uso de la escenografía, la inmensidad del mar, la desolación de la costa, e incluso del pueblo, delinean este mundo gris donde siempre está nublado. El escenario perfecto para este purgatorio.

Los invasores de este pueblo, los personajes de Alonso y Farías, serán determinantes en la condena de los curas. El padre García viene a representar a una iglesia nueva y renovada (encabezada precisamente por un jesuita), más abierta a esclarecer estos casos. Pero se verá superado por las circunstancias. Finalmente prima su amor por la iglesia. El mismo reconoce que no permitiría que nada la dañara. Por eso termina abalando la conspiración que arman los curas para que los habitantes del pueblo le den una golpiza a Sandokan. Ese ser marginal y perturbado que amenaza con desenmascararlos. Se convierte en su chivo expiatorio, y su golpiza cumple una función catártica dentro del club. Hay toda una poética en su sufrimiento, el clímax de la historia. El cuadro en que yace ensangrentado y quebrado sobre el piso de rocas, con tierra y paja en su enmarañado cabello, hecho un auténtico Cristo, dice bastante. Al igual que Cristo, Sandokan debió sufrir todo un vía crucis para expurgar los pecados de los curas.

La solución que arma el jesuita es salomónica: llevarlo a vivir con los religiosos. Tras curarlo, bañarlo y vestirlo, le lava los pies, hecho no menos simbólico. Y como si se tratara de un indio salvaje, le ponen un nombre cristiano. Tomás, como lo han nombrado, es la nueva oportunidad de redención que tienen estos curas. Cuidarlo y educarlo es su nuevo pasatiempo, en reemplazo del alcohol y las apuestas.

A grandes rasgos, nada ha cambiado. El Club se mantiene, y la iglesia sigue igual. Inalterable por otros dos mil años.