Después de realizar varios cortometrajes tanto de ficción como documental, José Luis Torres Leiva estrena en el año 2008 este, su primer largometraje. El cielo, la tierra y la lluvia, es un filme que transcurre en Valdivia, una ciudad localizada al sur de Chile, caracterizada por su atmósfera fluvial, húmeda y neblinosa.
A lo largo de la película, acompañamos a distintos personajes que entablan tenues y delgados vínculos entre ellos. Vínculos tan densos y a la vez porosos como la neblina del ambiente. Ana (Julieta Figueroa), quien podríamos decir es la protagonista, es una joven que trabaja en un almacén y vive con su madre. Esta se encuentra postrada sin poder moverse ni hablar. Ana cuida de ella, dándole de comer, cambiándole la ropa y limpiándola. Verónica (Angélica Riquelme) es amiga de Ana, y a diferencia de esta que es tímida e introspectiva, Verónica es más bien coqueta. Su despliegue corporal en situaciones sociales o públicas nos hacen ver esta característica de ella. Marta (Mariana Muñoz) que aparenta ser más joven que las otras dos, parece sufrir de una fuerte depresión. Busca constantemente desaparecer en la naturaleza, intentando ahogarse en el mar o perderse para siempre en los bosques que rodean la ciudad de Valdivia.
Toro (Pablo Krögh) es un hombre soltero, cercano a los cincuenta años y que vive acompañado solamente de su perro en una cabaña en las periferias. Ana comienza a trabajar como asesora del hogar en la casa de Toro, después de ser despedida de su trabajo en el almacén. Aquí comienza a surgir una subterránea relación, marcada por las miradas, los silencios y una tensión que se despliega a partir de sus presencias corporales en los espacios que “habitan” juntos. Esta forma de relación, se ve replicada en cada vínculo emocional, afectivo o social que se desarrolla entre cada uno de los personajes mencionados. Se trata de relaciones sutiles y acalladas, sumergidas en el espesor que presenta el paisaje y espacio en que se encuentran inmersos.
El dispositivo con el cual Torres Leiva trabaja, se basa en una disminución o eliminación de los diálogos en pos de una enfatización de las relaciones humanas a partir de la pura presencia corporal.
El filósofo armenio Jacques Rancière, habla en una entrevista entorno al cine moderno y sus características, enfatizando la posibilidad que este cine deja a los espectadores de imaginar la forma en que los cuerpos visibles en el escenario interiorizan lo que ven en la imagen. Compara el trabajo de imaginación y visibilización que permite la literatura a través de la descripción, con la imaginación que permite el cine a partir de la función del tiempo sobre los cuerpos. El tiempo del plano, dice, es la forma en que lo sensible aparece bajo la forma de imágenes, de algo que se ve y al mismo tiempo circula de un cuerpo a otro, de un extremo del espacio a otro, de un sonido a otro.
El cine crea una especie de distancia al interior de lo visible, una especie de permeabilidad, de resistencia de los cuerpos a lo visible. En este sentido, el cine trabaja a partir de lo puramente visible para hacer posible un trabajo de la imaginación. Los cuerpos representados nos permiten imaginar lo que sucede en las subjetividades de aquellos sujetos, y la decisión de que los sujetos prescindan del texto para expresarse, es una decisión puramente política.
Existen ciertas escenas donde el cineasta opta por dejar las cabezas de los personajes fuera de plano, fuera del marco de lo visible. Escenas en que pareciese que los personajes van a profundizar o complejizar sus vínculos con los otros, donde sentimos que algo sucederá y generará un quiebre en la historia de estos sujetos solitarios. La contención persiste dentro de estos cuerpos a pesar de que colinden con otros cuerpos. Podríamos decir que la cara de un personaje se relaciona más con lo oral que con lo gestual, o tal vez más con lo explícito en cuanto emociones que el personaje acarrea. El acto de negarles la posibilidad a los personajes de expresarse facialmente nos obliga como espectadores a enfrentarnos a corporalidades de manera “pura”, y a generar entre estos personajes relaciones afectadas y determinadas por la manera en que estos cuerpos aparentemente inexpresivos o carentes de mecanismo para expresarse, se expresan.
De la misma manera, podemos notar la forma en que la relación de Ana con el cuerpo inerte de su madre tiene una implicancia directa con su manera de desenvolverse y convivir con el resto. Así también se nos presenta la presencia ausente de Marta o el cuerpo cansado de Toro. Todos se expresan a través de sus cuerpos, y al mismo tiempo ocultan detrás de estos, sus dificultades e imposibilidades de relacionarse con el otro. Pareciese ser que el entorno – y el frío de este entorno- colaboran con este dispositivo; todos los cuerpos están cubiertos por capas de ropa que no nos permiten acceder de forma directa a ellos. Capas de prejuicios, distancias y dificultades, como también de ansias por develarse y desnudarse frente al otro.
La humedad espesa el aire y por lo tanto espesa aquel elemento en cual todos estamos sumergidos, en contacto común.
Los personajes del filme se acompañan, se trasladan juntos y caminan cerca, pero difícilmente -y escasamente- se generan fricciones y roces entre ellos. De estos encuentros y desencuentros podemos percibir aquel anhelo por una compañía y cercanía que no les es fácil de obtener. Aún así, el filme nos hace sentir que muchas veces solo hace falta la presencia de otro para que se genere fricción. El contacto no siempre es directo y los lazos pueden llegar a sostenerse en aquel elemento común que nos rodea y nos mantiene a todos suspendidos.
No por nada es la lluvia el vínculo material entre cielo y tierra. Y entre cielo y tierra los personajes de este filme se encuentran.