Con un solo plano, Matar a un hombre abre la película y con él logra dar luces del tono, tratamiento y tema que la conforman, de una forma sutil y hasta metafórica. La luz se filtra por los árboles de un bosque del sur, creando un efecto hermoso pero tétrico. La música acentúa ese tono aún más, un tono que estará siempre presente en el drama social que se narra, como si quisiera ayudarnos a dimensionar lo horroroso de la realidad expuesta. A esto se le suma la presentación de Jorge, el protagonista. Una entrada que hace varias insinuaciones. Primero, porque en el plano general vemos su silueta aparecer pequeñísima entre los enormes árboles, insignificante, y en cámara lenta, lo que le da un efecto de quietud o inamovilidad al bosque que refleja la relación de Jorge con su entorno: un sistema en el que él -veremos más adelante- no logra influir. Por otro lado, no estamos conociendo de inmediato a nuestro protagonista, como sería lo deseable para un thriller o drama comercial: apenas podemos distinguir que se trata de un hombre, pero ni su ropa ni su edad importan, pues, y a pesar de que luego nos adentraremos en su intimidad, lo que caracteriza esta historia es que trata de un tipo común y corriente.

Este tipo se llama Jorge, trabaja en una forestal, y vive con su mujer y sus dos hijos adolecentes. Después de que unos delincuentes del barrio lo asaltan cerca de su casa, su hijo Jorgito busca al cabecilla -“el Kalule”, conocido en el sector- para comprarle la insulina que robó y devolvérsela a su padre diabético, pero todo termina mal. Jorgito queda con una herida de bala que lo deja tres meses en el hospital y el Kalule se va preso por un año y medio. Así, ya desde el inicio Fernández Almendras no duda en plantear directamente el problema de la injusticia social, comenzando por el de la vivienda. “Nos llevan a un vecindario seguro para qué, si nos trajeron a todos los flaites pa’ acá igual…”, dice Marta, la esposa de Jorge, refiriéndose al barrio de casas nuevas en el que viven, probablemente con un subsidio estatal. No es el lugar que ellos eligieron para vivir, pero confiaron en que sería seguro y sin embargo el jefe de esta banda de barrio -narcotraficante y delincuente- que vive a un par de cuadras, asalta y molesta a quién se le cruce. Y, después del incidente, se dedica a hacerle la vida imposible a Jorge.

El acoso constante del Kalule a cada uno de los miembros de la familia trae como paralelo el verdadero fondo de la película: un sistema judicial insuficiente, donde los hechos se pierden en un papeleo incesante y en largas demoras. Entre un piedrazo a la casa y una amenaza, se hacen llamados, constancias, declaraciones y órdenes de alejamiento que están eternamente en trámite. Parece ser que hay un margen entre crimen y sentencia donde los delincuentes, en especial el Kalule, se mueven con toda libertad. Un margen de burocracia. Y la impotencia que provoca, sumada a la angustia de ver en riesgo a su propia familia, la vamos palpando como espectadores en Jorge, tanto por las consecuencias que tiene en las relaciones familiares como por los aspectos propiamente cinematográficos que lo acentúan. Los planos en los que aparece el aparato estatal -policía, tribunales- son muy simétricos y los encuadres cortan el cuerpo cada vez más alto, en el pecho o justo bajo el cuello, como si ahogaran a los personajes. A esto se le van sumando elementos que insinúan que el hombre está llegando al límite de la tolerancia, como el pequeño capítulo de un intruso en la forestal donde Jorge trabaja, que marca el crescendo de la rabia en Jorge y pronostica su arrebato.

Matar a un hombre está dividida en tres partes, si consideramos el incidente catalizador de la acción -el asalto y el posterior encuentro entre Jorgito y Kalule-, como una sección del filme, y el acoso de Kalule acompañado por la ineficiencia de la justicia chilena como una segunda. La tercera sección comienza cuando Jorge decide tomar una decisión radical y va a buscar al Kalule. Ahora sí que todo termina mal y ya no hay vuelta atrás que quepa en el sistema judicial. A partir de ese momento Jorge se desarma: como hombre de familia, como trabajador, como persona. Comienza su caminar cuesta arriba, cada vez más agobiado, intentando rearmarse y reconstruir la relación con su familia que sin embargo parece ya estar quebrada. Aquí es donde lo nocturno, como espacio del crimen, aparece largamente y se mantiene, acentuando el cansancio y el aislamiento de Jorge, a quien vemos solitario en su casa o en burdeles. Las escenas de día corresponden a los trámites judiciales, que con la misma monotonía de siempre y con la misma geometría simétrica en los planos, ahora parecen estar presionando la inestable situación de Jorge. El día corresponde también a su tránsito con el cuerpo del Kalule, camino sinuoso que se hace narrativa y visualmente una incesante subida.

A lo largo de toda la película Jorge camina, trabaja y toma decisiones, pero se nos recuerda constantemente que su movimiento es estéril. En los repetidos trayectos al trabajo en la micro, en su caminar por la villa y, ya en el final, en un último plano secuencia manejando el camión, Jorge transita por el espacio pero el valor de plano no cambia, dando la misma impresión que el plano inicial acusa: su transitar es fútil. Está condenado por un sistema que no cumple lo que debería cumplir, es decir, la seguridad y el bienestar de las personas, pero tampoco puede nadie salir de él y tomar el camino propio. Y después de que el protagonista va a buscar al Kalule y luego vuelve a reencontrarse con su familia se da cuenta inmediatamente de eso. Nada ha cambiado ni nada va a a cambiar: ni el miedo de su hija, ni la angustia de su mujer, ni la injusticia jurídica y social. Lo único que ha cambiado es dónde se encuentra él, Jorge, en ese sistema.

El terrible problema que plantea Matar a un hombre no es la elección que hace el personaje entre proteger a su familia o respetar la ley. Lo más tétrico, lo que hace que los aires de terror no desentonen con el motivo dramático, es otro dilema: su familia o sus principios. Ante una estructura social donde las personas comunes se ven fuera del limitado radio de alcance de la justicia y no tienen las herramientas ni la posibilidad de luchar por ella, Jorge decide hacer algo por su cuenta, pero a un costo demasiado alto. Al descubrir el cadáver de Kalule en el agua, encuentra también uno de sus zapatos y lo abrocha a su pie descalzo. Esa reacción es prueba de que la posibilidad de ir a la cárcel no es aquello que lo deja devastado, sino más bien lo que lo alivia. Aquello que lo destruye -he ahí la pertinencia del título- es darse cuenta del horror de haber matado a un hombre: en esa escena y con ese gesto Jorge reconoce su humanidad.