De modo paralelo al proyecto del Nuevo Cine Latinoamericano, surge en Chile, a fines de la década de los sesenta, un Nuevo Cine Chileno, marcado por ciertas rupturas que se manifiestan tanto en el ámbito narrativo y estético, como político e ideológico.

Hay un salto importante, en términos de producción audiovisual, hacia fines de la década del sesenta, y entre los años ’67 y ’68, se estrenan cinco películas nacionales, que darán inicio al llamado Nuevo Cine, como movimiento que se extenderá hasta la llegada del golpe militar, en 1973. La obra cinematográfica que se produce durante esos años, contempla una visión social y política que será, para muchos, determinante en la identidad del cine nacional. Si bien no se trata de un tipo de cine de guerrilla (como sí ocurrió con algunos proyectos paradigmáticos del Nuevo Cine Latinoamericano –La hora de los hornos, de los argentinos Octavio Getino y Fernando Solanas, por ejemplo–), estamos frente a una obra que puede ser estudiada desde el compromiso implícito que asume respecto a dar a ver ciertos temas conflictivos del período, con el fin de instaurar una toma de conciencia por parte del espectador, en torno a ciertos temas que afectan al país, como la pobreza, la desigualdad social, la injusticia.

Durante los años 1968 y 1969 se estrenan películas que serán muy relevantes para el desarrollo audiovisual de la década y para la configuración de un nuevo cine. Entre ellas, El chacal de Nahueltoro (Miguel Littin), Valparaíso mi Amor (Aldo Francia), y Tres tristes tigres (Raúl Ruiz). Otros filmes del mismo año, no siempre mencionados cuando se habla de este periodo, serán New love (Álvaro Covacevich), quien anteriormente habría realizado el filme Morir un poco (1966) y Lunes 7, domingo 8, de (Helvio Soto).

Es un periodo interesante en el cine, no solo chileno, sino también del subcontinente latinoamericano. La producción de películas se ve acompañada de encuentros entre cineastas e intelectuales, donde el intercambio que se realizará, será muy relevante para el conocimiento de una obra que apenas circulaba a través de los distintos países y que, sin lugar a dudas, presentaba temas en común.

En ese contexto, el Festival de Cine de Viña del Mar (en sus versiones de 1967 y 1969) será muy relevante para la construcción de un ideario de la cinematografía de la región. En la edición del año 1969, se exhiben muchos de los filmes que serán paradigmáticos del Nuevo Cine Latinoamericano: películas como la cubana Memorias del subdesarrollo (Tomás Gutiérrez Alea, 1968), Dios y el diablo en tierra del sol (1964), y Antonio das Mortes (1969), ambas dirigidas por el cineasta brasilero Gaubler Rocha, además de la obra argentina, La hora de los hornos (1969); junto con una muestra sustancial de cine chileno de esa época, como Valparaíso mi amor, Caliche sangriento, El chacal de Nahueltoro y Tres tristes tigres.

Además de los encuentros y los debates, hay un conjunto de textos teóricos (manifiestos) escritos muchas veces por los mismos directores, en donde se reflexiona sobre la producción del periodo en torno a un cine que se desmarca completa y conscientemente del modelo de realización hollywoodense.

Esa distancia hacia el modelo industrial, será la que prevalecerá en la producción del nuevo cine chileno, aunque con distancias estéticas e ideológicas, en cuanto a qué es lo que se decide poner en escena, que problemas busca tensionar o qué se quiere dar a ver. Los materiales, el despliegue particular del lenguaje, el modo de trabajar con los personajes, también será constitutivo de un modo político de observar la realidad, desde miradas que apuntan a distintas direcciones, aunque siempre en el marco de una vanguardia estética y estilística y un desmarque de los modos hegemónicos de articular la narración.

Así, tenemos por una parte al filme El chacal de Nahueltoro, dirigido por Miguel Littin, como película basada en un hecho real: el asesinato de una mujer y de sus cinco hijos, en manos de José del Carmen Valenzuela. El homicidio fue muy expuesto y difundido por la prensa y Littin articula su ficción desde un estilo con marcados elementos del documental, desde ese principio neorrealista que tiene relación con contar la realidad como si fuera una historia, imbricando, por ejemplo, la interpretación de actores profesionales, con no actores, o sumergiéndose en los territorios yermos de la zona del centro sur de Chile. Desde esos elementos, proponemos, esta obra se vincula con los grandes discursos del Nuevo Cine Latinoamericano; desde la categoría del subdesarrollo, de la pobreza y la miseria de la cual el cine se hace responsable y toma como objetivo personal el ‘dar a ver’.

Por otra parte, Tres tristes tigres dialoga más directamente con las nuevas olas (francesa, norteamericana), y dentro de ese horizonte mundial de novedad, con un nuevo cine latinoamericano, pero desde una visión particular, singular, donde se trabaja a partir de una imagen lúdica en el modo de explorar las nociones de lo chileno, a partir de una acción fracturada, de una imagen insegura, que registra a un grupo de personajes cuyas vidas se giran sin rumbo en un mundo en crisis constante. El filme de Raúl Ruiz se articula a partir del despliegue y puesta en crisis de la banalidad de lo cotidiano, donde el absurdo reina y abre el camino a la puesta en obra de una sociedad y unos individuos profundamente alienados.

Posteriormente, en los escasos 3 años de la década de los setenta, del gobierno de Salvador Allende y la Unidad Popular, se estrenan, entre otros, los filmes Los testigos (Charles Elsesser, 1971), Ya no basta con rezar (Aldo Francia, 1972), Voto más fusil (Elvio Soto, 1971), entre otros largometrajes de ficción y de documental del periodo. Otras películas importantes quedarán en pausa, pues la dictadura impide su estreno, como es el caso de Palomita blanca (Raúl Ruiz), La tierra prometida, (Miguel Littin) o Descomedidos y chascones (Carlos Flores).