El nombre que se le da a este período denomina una época que tiene un inicio evidentemente demarcado, pero un final ambiguo, en términos tanto históricos como políticos, y también en la historia del cine chileno. El cine de la transición comienza en 1990, año en que se retoma la democracia en Chile, luego de que el plebiscito de 1989 diera como ganador a la opción No, cerrando así un periodo de 17 años de dictadura militar a cargo de Augusto Pinochet. Un año después del plebiscito, asume como presidente electo Patricio Aylwin, y con ello se da inicio a la transición a la democracia. El final de este periodo no tiene una fecha definida. Sin embargo, para los efectos de este estudio particular, y demarcándola exclusivamente al campo cinematográfico, situaremos el año 2004 como cierre posible de un periodo que, en el cine, mantiene características –narrativas, estilísticas– relativamente definidas.

En el ámbito cultural, el regreso de la democracia trae asociado una serie de implicancias y de nuevas posibilidades para el mundo artístico y, particularmente para el área audiovisual. La producción cinematográfica tendrá un despegue paulatino, en un momento en donde los órdenes sociales, culturales y políticos se van reordenando, las películas de ficción que van marcando la época, serán bastante representativas de las preocupaciones del país, en torno a las ruinas que deja en la dictadura, las fisuras económicas, sociales y culturales que hereda la sociedad chilena, el malestar y el pesimismo generalizado. La década de los 90, generará una serie de expectativas en relación al desarrollo cinematográfico nacional: regresan al país directores que estaban en el exilio, se estrenan películas que estuvieron censuradas o extraviadas muchos años, surgen nuevos realizadores que toman la responsabilidad de poner en escena a los marginados, a los olvidados, a los relegados del sistema económico que había construido la dictadura.

Hay pocos estudios teóricos sobre este momento en la historia del cine chileno. Tal vez el más relevante (y el que utilizaremos nosotros como referente), es el realizado por Ascanio Cavallo, Pablo Douzet y Cecilia Rodríguez, con el título de “Huérfanos y perdidos. Relectura del cine chileno de la transición 1990 – 1999”. En las primeras páginas del libro, los autores revisan el contexto político y las implicancias del paso de un régimen dictatorial a uno democrático, recordando las tres grandes áreas en donde trabajaría la concertación en ese periodo de transición: en primer lugar, un esclarecimiento de los crímenes de lesa humanidad, en segundo lugar, las correcciones al modelo económico impuesto por la dictadura, por último, el ataque a la extrema pobreza. Destacamos esas tres promesas de cambio porque, justamente, nos parece acá que la no consecución de dichos objetivos va consolidando el trauma histórico que queda evidentemente representado en el cine de la época; en la atmósfera social y también en la propuesta de personajes que protagonizan las historias cinematográficas de la década.

1990 es un año interesante para el cine, se estrenan varias películas icónicas de la década. Algunas que se producen y filman ese mismo año, mientras hay otras que esperaban el término del periodo de represión y censura para ser estrenadas. Caluga o menta, de Gonzalo Justiniano, es un filme paradigmático y ejemplificador del espíritu del cine de la transición. Comienza con una leyenda que dice lo siguiente: “a fines de los años 80, uno de cada tres jóvenes chilenos entraba en la categoría de lo que comúnmente llamamos marginales”. Las letras blancas sobre un fondo negro, dan paso a un plano que exhibe un paisaje evidentemente periférico. Un terreno baldío, que exhibe torres de alta tensión y cables eléctricos, y en el horizonte, una carretera por donde pasan los autos; la cámara fija comienza a moverse, para registrar un taxi abandonado, un sillón desvencijado y unas sillas de playa en donde descansan cuatro personajes, apachurrados por el sol, extremadamente delgados, botados, abandonados. Ese será el universo donde se desenvuelve el filme, organizando una atmósfera opresiva (desde la puesta en cámara hasta el diseño sonoro), que nos habla no ya de la dictadura, sino de sus efectos. Es un inicio interesante porque marca algunas de las coordenadas narrativas del período: los personajes marginales, la opción de la criminalidad como posibilidad de escape de la situación socio-económica, la apatía generalizada por parte de los sujetos que pueblan los mundos de esas películas.

En el mismo año, se estrenarán, La luna en el espejo (Silvio Caiozzi), e Imagen latente (Pablo Perelman). Ambos filmes trabajan sobre la dictadura. Caiozzi lo hace de manera indirecta, desde un personaje infame, un exmilitar, controlador y posesivo. Perelman, (que había terminado antes su película, pero debe esperar algunos años para su estreno) trabaja en torno a la desaparición de los cuerpos de los detenidos que nunca fueron encontrados, desde la imposibilidad de un fotógrafo de recuperar esos cuerpos a través de las imágenes.

La década seguirá con La frontera (Ricardo Larraín), Johnny 100 pesos (Gustavo Graeff Marino), Historias de Fútbol (Andrés Wood), Gringuito (Sergio Castilla) y El chacotero sentimental (Cristián Galaz), nombrando solo un puñado de estrenos que se exhibirán a lo largo de los noventa, entre muchos otros, pero que nos parecen representativos por el modo en que abordan el clima político, social y cultural, y sus modos de representación que, en líneas generales, nos parecen distintos a los que adoptará posteriormente el novísimo cine chileno. A su vez, porque constituyen parte del imaginario cinematográfico del periodo, son películas vistas y recordadas por los espectadores de la época. En paralelo se realizarán otros filmes, menos exitosos en términos de taquilla, pero muy relevantes al momento de proponer una lectura singular en torno a los efectos del trauma impuesto por la dictadura. Nos referimos a Los naufragos (Miguel Littin, 1992); Archipiélago (Pablo Perleman, 1992) y El cumplimiento del deseo, de (Cristián Sánchez. 1994).

El de los noventa, es un cine cargado de suspicacia política, un estado de sospecha (hacia la institucionalidad gubernamental) constante que inunda las narraciones. Como proponen los autores de “Huérfanos y perdidos”, se replicaba en aquel cine el fenómeno de la transición; el de una sociedad sometida, a otra abierta a las libertades públicas, debido a una trama compleja de factores subjetivos y objetivos. Desde esa complejidad, se despliega un cine que, efectivamente operaba desde la urgencia del mostrar, luego de un periodo en donde esa posibilidad había sido anulada. En la exigencia social por representar y registrar al país, el cine de los noventa despliega un inventario de paisajes, de personajes y de situaciones, que buscan reflejar un estado de las cosas en el Chile de los noventa.

Bibliografía

Cavallo, Ascanio; Douzet, Pablo, Rodríguez, Cecilia: Huérfanos y perdidos: el cine chileno de la transición 1990-1999. Santiago, Chile. Uqbar, 1999.