El pejesapo abre con la imagen de un hombre que yace desmayado sobre el tronco de un árbol en medio de un río de poco caudal. Posteriormente sabremos que el hombre ha intentado, sin éxito, suicidarse, dice: “El río me botó pa’ afuera… El canal me rechazó”. El hombre es Daniel SS. Un tipo que, luego de esta sobrevivencia obligada se va a vivir con una pareja de pobres ancianos, imponiendo ­–forzosamente– su presencia en esa casa, y realiza un trabajo absurdo (recolecta pequeñas rocas en el río e intenta venderlas a los autos que pasan). Luego en Santiago, lo vemos buscando, sin éxito, trabajo en diferentes locales comerciales, nuevamente imponiendo sus peticiones.

Resulta muy provocador en J.L Sepúlveda el modo en que la puesta en escena no se resiste a la extrañeza y a la ambigüedad del argumento. Por el contrario, se empapa de este mismo desconcierto constante. La cámara se mueve de forma indeterminada, sin seguir una huella en particular, el plano sucio (con manchas visibles en la pantalla), los personajes vislumbrando constantemente la cámara, como mirando a través… con los ojos sin órbita, persiguiendo con la mirada una perspectiva cuyo punto de fuga parece desplazarse constantemente.

La película consiste en seguir al protagonista en un tránsito extraño, errático. Nada es anticipable en el relato, hay imprevistos, sorpresas constantes. No son, por supuesto, giros al modo de un filme comercial; todo lo contrario, obedecen a la vacilación misma del personaje protagónico intempestivo, y lo hacen desde encuadres incómodos, angulaciones inadecuadas, aproximaciones impúdicas a los cuerpos, a los gestos, a los ojos, a la piel.

Como señaláramos en el libro Un cine centrífugo, “en El pejesapo,de modo más drástico, la narración se torna una suerte de recorrido por la demencia y por la desolación a través de una ciudad de Santiago y su periferia”. Lo interesante, es que cuando el relato alcanza el centro de la ciudad, este se despliega artificialmente, un falso centro, inaccesible por el personaje principal y aquellos cercanos a su entorno.

Si pudiésemos establecer la existencia de un cine político en el campo cinematográfico chileno contemporáneo, probablemente podríamos concentrarlo en la obra de Sepúlveda y de Carolina Adriazola (con quien codirige su segundo largometraje, Mitómana). Además de éstos largos, han realizado –en conjunto e independientemente­– varios cortometrajes (Vasnia, El destapador, entre otros) cuya raíz social se articula de forma rabiosa, punkie, extrema, ingresando de un modo muy potente en las mecánicas de un cine social y político, sin, por ejemplo, llegar nunca a espectacularizar la pobreza. Lo que si hace la dupla de directores, es ir elaborando una nueva imagen de la política, nuevos modos –no convencionales, mas bien singulares– de pensar lo político en el presente, o de pensar un modo en que lo político se hace presente en el cine, sin ser tampoco, un cine comprometido con una revolución, o con la liberación, y tampoco (aunque podríamos confundirnos respecto a esto), un cine denuncia. Más bien un cine que busca, mediante la indeterminación, hacer visibles ciertos espacios, ciertos conflictos que incluso amenazan con su falsedad.

Nos distanciamos, entonces, de algunos textos escritos durante los años sesenta y setenta en distintos países latinoamericanos (ensayos de directores tales como Glauber Rocha, Octavio Getino o Julio García Espinosa, por nombrar a algunos). Si bien en ellos hay ciertos elementos en común, el contexto es muy distinto. Lo que los une, a grandes rasgos, es el tema que generalmente abre los respectivos debates de estos realizadores militantes e intelectuales de los sesenta. Textos, en general, que comienzan con la división de un cine como objeto de consumo (Getino y Solanas), o de un cine perfecto “como un cine –técnica y artísticamente logrado–, reaccionario” (García Espinosa) versus un cine miserabilísimo (como denomina Glauber Rocha al Cinema Novo, “que describe, poetiza, discursa y analiza los temas del hambre”)o imperfecto (al que “no le interesa más la calidad ni la técnica). Lo mismo se puede hacer en estudio que con una guerrilla en medio de la selva. Al cine imperfecto no le interesa más un gusto determinado y mucho menos el buen gusto” (García Espinosa s/p).

Tal vez la relación más evidente es aquella que se establece desde los objetivos y las intenciones de los directores: Por ejemplo, la ausencia de financiamiento estatal o privado en sus películas; la creación del Feciso (Festival de cine social de La Pintana), dirigido por el mismo Sepúlveda, con el objetivo de mostrarle a un público que pocas veces (o nunca) va al cine, este tipo de trabajos: imperfectos, rabiosos, reflexivos y complejos sobre un Chile contemporáneo que pocas veces somos capaces de ver. Pero por sobre todo, en la experimentación que bordea lo radical, con la que deciden trabajar. La lectura más política, tiene el punto de partida reflexivo, no sólo en torno al contexto que quieren dar a ver, que proponen poner en escena, sino que también en la utilización de los materiales de expresión que deciden utilizar para llevar a cabo esta tarea.

Para eso, tensan la estructura del filme, le tienden trampas, las hacen desviarse de si misma sin avisarnos nunca, utilizando ciertas estrategias relacionadas al registro directo, a la apertura del azar en los rodajes –que se manifiesta tanto en la visualidad, en el subrayado de los “errores” para cuestionar el dispositivo de lo real que se despliega acá en un modo tenso de hacer sentido–.

Son gestos que pueden ser leídos políticamente, en la radicalización del discurso, en la materialidad expresiva de sus recursos formales, en el modo de poner en obra la complejidad de un territorio y de los sujetos que lo habitan.