La sala vacía de un cine de la zona céntrica de Santiago, en los años setenta u ochenta, alberga a un solo espectador. La luz que refleja la pantalla devela el rostro cadavérico de Raúl Peralta, un hombre consumido, en sus cincuenta. Es un rostro rendido, que parece encontrar vida apenas en esos centelleos de luz que le dan brillo a un semblante que ha perdido cualquier rastro de humanidad. El contraplano de ese rostro es cruel. La imagen proyectada en la pantalla –de la que somos tan espectadores como Raúl Peralta- nos muestra a un hombre joven y lleno de vida, cuyo aspecto impecable –perfecto, si ingresamos en el juego de deseos y proyecciones que devora al protagonista- lo hace el centro de las miradas de todos los personajes de la historia mientras su cuerpo se mueve ágilmente, sensualmente –como un ave intentando impresionar a la hembra, en esos documentales sobre animales de National Geografic-.

Hay un juego de espejos donde algo se reflexiona de manera desaforada. Raúl Peralta quiere ser Tony Manero, el protagonista de la película “Fiebre del sábado por la noche”, interpretado por un joven John Travolta y dirigida en 1977 por John Badham. El relato inserta desde un comienzo la certeza de ese deseo, cuando Peralta, adelantado una semana, llega hasta el canal de televisión, al programa “El Festival de la Una”, para participar en el concurso “El igualito a…”, donde el ganador es escogido de acuerdo a la intensidad del aplauso de un público anónimo.

De vuelta en la sala de cine, si pensamos el telón desvencijado donde se proyecta la película como un espejo, la imagen que se nos devuelve es la de un deseo, de otredad. La puesta en abismo en Tony Manero de Pablo Larraín (2008) se transfigura en puesta en vértigo. De una imagen a la otra nos enfrentamos a la representación nefasta de un país subsumido en la sospecha y en el vacío. No hay relación con ese espacio en crecimiento que es Brookling de fines de los ’70 que en la película de Badham mantiene un entramado urbano de escala amable. No están presentes los rascacielos, el desarrollo de Manhattan, aunque este –y su universo abierto a la cultura, la entretención, el trabajo- se encuentre a una distancia accesible. El sueño americano –y el modo en éste se construye y vende en el cine clásico de Hollywood- se alcanza con decisión y un poco de esfuerzo. Eso nos vende Hollywood aún en la década en que se comienzan a deshilvanar, desde el cine mismo, las dinámicas de ese sueño.

En Tony Manero (Pablo Larraín, Chile, 2008), el panorama que rebota hacia el espectador es lúgubre. Se pone en escena una atmósfera espacial y temporal claustrofóbica, aplastante, de calles estrechas cercadas por una fachada continua de viviendas con ventanas cercadas, cortinas gruesas, rejas. Entremedio hay pasajes, cites, ruido de sirenas rompiendo el silencio que arrastran los ladrido de los perros.

El relato se sitúa en la dictadura militar evadiendo la representación de la Historia y dejando a la vista sólo unas pocas piezas de un gran puzzle –una frase en boca de una anciana, aludiendo al color de los ojos de ‘Mi General’, panfletos impresos en rojo- con las que el espectador familiarizado con el pasado político particular va tejiendo un entramado más amplio de sentido. O, tal vez, el intento por construir sentido, por objetivar algo desde la ausencia de éste. Porque si hay algo que se fuga pero que al mismo tiempo opera como una fuerza de gravedad en la película de Larraín es la imagen –omitida- de todos los sonidos e imágenes que se han vuelto lugares comunes de la dictadura. Larraín rechaza el imaginario político de los setenta y ochenta y lo reemplaza por uno construido de retazos de memorias que se dispersan y se materializan como ecos en una ciudad que pareciera encontrarse en desuso.

Larraín logra imbricar los órdenes políticos y estéticos del universo en el que se mueve Peralta. El espacio público dictatorial se condensa en el rostro de un protagonista en cuyos tránsitos urgentes se van bosquejando las vistas de las calles de un Santiago –humanamente- arrasado. Es una licuefacción visual donde lo político es desplazado y el malestar –la incomodidad- es uno de orden estético. El enfado en Peralta es estético –no ya político-; es un individuo tan desclasado como descentrado (aunque a simple vista pareciera que sólo una clase en el filme de Manero, una clase arratonada y prescindible); y forma parte de un universo prácticamente inexistente en el imaginario de esa época –el del espectáculo, el de la bola de espejo y la cruz de oro-.

La historia, en cambio, la época imaginada en el filme es representada como una mancha, un dato al margen, un fuera de campo que encuentra su correlato en un cuerpo. Se representa eso irrepresentable llamado dictadura a partir de un sujeto de cuyo cuerpo apenas nos desprendemos para observar lo que antes –anticipado sólo por una fracción de segundo- él observa; con una cámara intrusiva preocupada por la reacción, y nunca por la causa o el acontecimiento.

Larraín pone en obra un tiempo moralmente arrasado. Desactiva todas las claves y los mecanismos del cine hegemónico. La cámara se mueve, respira trabajosamente enferma de obsesión por un personaje que discurre erráticamente a través del campo; se pierde el foco constantemente resistiéndose a la imagen límpida. Si hay algún tipo de discurso –una moral del travelling, por parafrasear a Godard- esta se relaciona con la presencia de un dispositivo áspero, torpe, a ratos obsceno que es la cámara insolente, insistente, que se resiste a dejar a su personaje.

La apuesta del director es tan formal como política en su intención por oponer a la narración clásica y comercial del drama hollywoodense representado en el filme con Fiebre del sábado por la noche, por un relato opaco, estructural y estéticamente, que opera con una cámara en mano que cada tanto desenfoca, haciendo uso de una desprolijidad que pasa a ser discursiva. Al insistir en el fuera de campo y en el fuera de foco, la alusión, aquello que se da por sentado, que es omnipresente es, también lo más siniestro del relato, en tanto familiar. Es ese pasado familiar con el que convivimos es lo que se instala como intervalo. Si Peralta es psicópata deja de ser importante porque habita un tiempo psicópata. Su tiempo es un tiempo muerto. La narración omite quien fuera Raúl Peralta antes del Golpe Militar. Sergio Rojas, citando a Braudel, señala “El gran acontecimiento penetra en la vida cotidiana, pero destruyéndola, irrumpiendo en ella con la fuerza de una explosión” 1. Cuando asistimos a la semana en la vida del personaje Raúl Peralta, la dictadura ya a interrumpido su cotidianeidad.



Notas

1

Rojas, Sergio. La Gravedad de la historia: ¿acontecimiento o proceso?